En busca del Apache
La
ex estrella de la Juventus de Italia llegó a la provincia para jugar un partido
por Copa Argentina y volvió a salirse del libreto. El abrazo con su amigo
sanjuanino. El jugador del pueblo y su dura historia de vida: los balazos que
pasaban cerca de su casa, una madre que lo abandonó cuando era bebé y un padre
que no le dio ni el apellido. No es una entrevista, pero sí una nota. Un
periodista tras los pasos de Carlitos.
Vuelvo desde Rivadavia hacia el centro sanjuanino en
el último asiento del colectivo muy emocionado. Nunca me había pasado después
de una nota. Había sido una entrevista fallida por ese tema de los “derechos”
de los medios “porteños” y los requisitos del planeta Boca. La entrevista no
pudo ser, pero la nota sí. Había respirado por varios minutos el mismo aire que
una leyenda barrial que juega al fútbol los domingos en La Bombonera, ahí en donde
es Gardel. Carlitos Tévez, el que salió de Fuerte Apache y llegó a ser figura
en el Manchester United inglés y en la Juventus italiana.
Lo que me había llevado a usar todo tipo de
artilugios, de esos que el oficio periodístico enseña para llegar a la nota
“imposible”, había sido una historia marginal. Una historia en la que por
decisión del azar, el destino o cualquier otra variable que tenga que ver con
el sacrificio y el talento, un pibe que podría haber terminado sus días a
temprana edad -por una bala que “ajusticia” a los pobres infelices que no son
más que un número para la voraz economía de los que dominan el planeta y que,
como decía Eduardo Galeano, sus vidas valen menos que la bala que los mata-
llegó a una posición de poder y aceptación popular que hoy sabe usar. Carlos
volvió al país para dar un mensaje de filantropía y humildad.
Su madre lo abandonó cuando tenía cuatro meses y en
días en los que los chicos de cualquier barrio disfrutaban de los dibujos
animados o de la merienda del jardín de infantes, cuando tenía sólo cinco años,
sufría porque su padre -el que no quiso darle el apellido al nacer- era
asesinado de 23 balazos. El niño fue adoptado por su tía y más tarde, para
poder pasar de All Boys a Boca se cambió el apellido Martínez (de su madre) por
el de Tévez, el del marido de su tía, a quien reconoce como su verdadero padre.
La vida de Carlitos encaja justo con cierto marketing de los medios masivos que
están al acecho de la audiencia y muy pocos se animan a criticarlo abiertamente
porque es un fenómeno de masas.
La
prensa no
Ante la mirada espesa y dura de hombres sin cuello y
cabeza de chancho envueltos en trajes que revisten sus robustos cuerpos, Carlos
Tévez me decía en el subsuelo del hotel Del Bono Park que no podía
hacerle preguntas. En cambio atiné a abrazarlo, hacer una foto y quedarme en el
rincón del observador para vivir, por unos treinta minutos, el mundo Apache
desde adentro, desde un lugar privilegiado.
Por mi tozudez periodística volvía a la carga
intentando llamar la atención del hombre fundido, como se funden los hierros,
en un sector social en donde no se puede elegir: “Carlos, ¿te han pedido ayuda
para comedores también en San Juan?”, pero uno de los hombres cabeza de
chancho, sin cuello visible y cara de rottweiler se acercaba al apelativo de “facha, listo, listo”. Son los cercos que Tévez
todavía no pudo sortear, restricciones anormales que son comunes para las
estrellas del fútbol, con jefes de prensa que no permiten preguntas, como si lo
que se estuviera por develar fuera un secreto de estado. Pero a Carlos no le
interesan los periodistas. Su tarea está con la gente, la calle, el pueblo que
lo venera, que lo ama.
Tiene la mirada transparente de los niños, hay un
brillo especial en las pupilas. Tévez mira a los ojos. Tiene un tatuaje que le
cubre todo el antebrazo derecho y que cerca de la muñeca reza “sos mi dios”.
Pero el más importante no se le ve: en toda la espalda tiene un dibujo que
representa la resurrección de Cristo y se lo hizo después de visitar al Papa
Francisco en la Ciudad del Vaticano. Debajo de la cara y en la parte derecha
del cuello sobresale la marca indeleble de su niñez: la piel derretida por el
agua caliente que le cayó en su casa del barrio Ejército de Los Andes cuando
tenía diez meses y que él no quiso cambiar, a modo de rendirle honor a su vida,
su barrio, una marca que rubrica el mito. Tévez es amable y diplomático. No hay
falsa modestia en sus gestos, el Apache es de corazón humilde. El carisma es su
arma para ganarle al desánimo.
Una mujer le pregunta si lo puede abrazar, “por
supuesto” le dice Carlitos y la joven desborda de emoción, llora y el diez le
da un cálido abrazo, la mira a los ojos y le dice un sincero “gracias,
gracias”. Alguien le pide que alce a una beba: “Sí, cómo no”, contesta el
Apache, “¡upa!” le dice a la nena y sonríe para la foto. Y así puede estar
largos minutos porque, como dice cada vez que puede, “cuando era chico me
costó llegar a mis ídolos, no me daban bola, por eso yo me acerco a la gente y
le firmo autógrafos” (ver el video).
El
pony robusto
Pasada la una y media de la tarde del martes 18 de
agosto aparece con tranco cansino, auriculares enormes colgados en el cuello,
un mito barrial y futbolero que avanza hacia la entrada del hotel de avenida
Ignacio de la Roza con una sonrisa pícara. Ese petiso que se parece a un pony
robusto responde con la mano en el aire a los saludos desesperados de los
hinchas que están abarrotados detrás de las vallas como leones hambrientos que
persiguen a su gacela favorita. Me ubico en las primeras vallas (para
periodistas) aunque no traje credencial, pero me las arreglo para atravesar
igual el primer control y ahí lo veo pasar, muy cerca, le grito “¡Carlos, dos
minutos, dos preguntas nomás Carlitos!”, pero saluda al aire y sigue.
Antes de encarar hacia la puerta del hotel, Tévez
tiene su primera huida del libreto en San Juan, desborda la custodia y camina
rápido hacia el vallado que da frente al coche de Autotransportes San Juan que
trae al plantel que conduce el Vasco Arruabarrena. Entonces me apoyo en las barandas
para ser testigo del inusual movimiento. Lo había visto
cuando llegaba en el colectivo y hubo sonrisas y señas cómplices a través del
vidrio. Carlos Tévez se baja y va a fundirse en un gran abrazo con un hombre relleno,
de pelo semilargo y atado. El abrazo dura varios segundos, sin separarse se
miran y cruzan palabras, Tévez lo observa sonriente mientras le sostiene la
cabeza. Le pide al jefe de seguridad que haga pasar al hotel “al sanjuanino,
porque quiero hablar con él” y sigue su camino.
El
amigo “sanjua”
Le saco fotos a los hinchas de Boca que tienen
camisetas que dicen “Carlitos” y revistas en donde el Apache besa la Copa
Libertadores en la portada. “Yo dejo que me saqués la foto y vos me conseguís
un autógrafo de Tévez”, chantajean algunos en un clima de euforia porque están
a metros de la habitación en donde va a dormir el ídolo popular, especie de
fusión entre rebeldía rockera y carisma de cura villero.
Cuando los jugadores ya pasaron, veo movimiento en
la puerta de entrada al lobby del hotel, entonces salgo disparado de la zona
del vallado e ingreso. En un rincón, silencioso, con lentes encima del pelo,
está el hombre del abrazo. “A vos te abrazó Tévez” le digo y él responde “¿me
viste?, ¿viste cómo me abrazó?”. Parece un niño al que le compraron su primera
pelota de cuero vacuno. Apenas me dice el nombre lo relaciono con el mundo
Boca, cuando él era adolescente se escribieron páginas sobre el sanjuanino que
esperaba su oportunidad de pisar la primera de Xeneize. Cristian Vargas fue
compañero de Tévez en inferiores y se conocen desde que tenían 11 años.
Mientras hablo con Cristian se cuelgan de la nota un
canal de tv y dos medios gráficos locales. “No me salían las palabras, quería
llorar, estaba muy emocionado, pude preguntarle si se acordaba de mí y él me
dijo ‘¡más vale hermano!”. El joven sigue conmovido, dice que cuando Carlitos
se fue al exterior perdió contacto con él, pero el Apache llegó y “apenas me
vio desde el colectivo me saludó y cuando se bajó me abrazó, eso demuestra lo
que es como persona. Estoy que ya lloro. Que me abrace uno de los mejores
jugadores del mundo no es fácil”.
Vargas es una historia en sí mismo. Recuerda el
tiempo de baby fútbol con Carlitos, su paso por la Selección Sub 15 siempre
junto a Tévez y el viaje para jugar en el mítico estadio de Wembley en
Inglaterra. A los 17 años decidió volver a la provincia porque extrañaba mucho.
Con mirada nostálgica Cristian no le dice Carlos, “El Negro” es el apodo que
conoce desde esa infancia. “El Sanjuanino”, como lo llama Tévez, conoce a la
familia del diez y hasta pasó tardes enteras en su barrio. “Su casa era muy
humilde. Iba a entrenar en una Ford de su papá albañil, Carlitos llegaba todo
despeinado y su papá con la ropa de trabajo”, cuenta orgulloso.
Se van los demás periodistas y quedo al lado de
Cristian y un amigo suyo. Logro hacer buenas migas con los dos en esos minutos
eternos de espera, ellos son casi mi pasaje para conocer al jugador del pueblo. Sin
credencial y esquivando la mirada de los guardias espero. Uno de traje negro
impecable y voz dura pide desalojar el lugar y que queden sólo Vargas y el
otro hombre. Este último me hace un grato favor: “El amigo está con nosotros”,
le dice al agente de seguridad y me señala. Estoy cerca del objetivo. El
morocho de unos 60 años toma confianza y me cuenta que es policía retirado, por
eso pudo hacerle pasar un primer control a Cristian. Vargas espera algo
nervioso. Habla con su padre por teléfono, pone el altavoz. Del otro lado hay
risas de júbilo cuando de este otro lugar su hijo le dice que Tévez le dio un
enorme abrazo.
Pasa el tiempo. Cristian rememora una vez más El
Abrazo. Dice que Tévez tiene olor a perfume muy caro y que seguro que es
europeo.”Un policía vino y me dijo sorprendido ‘¿y ese abrazo?’, me pidió mi
número de teléfono y me dijo que le saque un foto a Carlos y se la mande por
whatsapp”. El amigo de Vargas cuenta entre dientes que el ex jugador se volvió
a San Juan porque en ese momento también “tenía una noviecita acá”.
A las dos y media de la tarde se acerca alguien de
la delegación de Boca y los tres enfilamos con la ilusión de ir a saludar al
Apache. Pero sólo dejan bajar al subsuelo a Cristian. El plantel ha terminado
de almorzar. Desde arriba se puede ver cómo Tévez abraza al sanjuanino, se
sacan fotos y conversan por poco más de cinco minutos. Vargas sube otra vez
emocionado y aclara que al día siguiente Carlitos lo espera para conocer a su
hijo y a un paciente de la clínica en la que trabaja que está en silla de
ruedas porque es paralítico, ese hombre es fanático del Apache. “No dejen de
venir”, le había dicho el ex Juventus.
Las chicas de recepción quedan en enviar por mail la
descripción del plato elegido por Tévez para el almuerzo, mail que nunca llegó
a mi correo. Un asistente pide que cambien al Apache de la habitación 303 a la
317 porque el ruido de los bombos de los hinchas no lo dejan dormir. Frustrada esa
chance de entrevistar al hombre que encarna el mito barrial hay lugar para la
retirada, con el objetivo de jugar las últimas fichas al día siguiente, si es
que Cristian puede colaborar.
Apache:
la meta
La cita es las once de la mañana. Cristian no contesta
los mensajes de texto, ni los whatsapp, tampoco atiende las llamadas. Sentado
al lado de la vereda de ingreso al Del Bono Park miro a los chicos que siguen
haciendo guardia, estoicos, del lado del vallado que da a la avenida esperando
por algún autógrafo. Pienso en retirarme.
Pero después de algunos minutos Vargas atiende y
avisa que está esperando detrás de la baranda que da hacia el supermercado del
shopping. Apenas llego sale del hotel el jefe de prensa de Boca y lo llama, no
alcanzo a cruzar palabras personalmente con el amigo de Carlitos ni mucho menos
a pedirle que planeemos una posibilidad para que pueda acercarme a Tévez.
Camino rápido, casi corriendo, detrás de Cristian. Un guardia pregunta y le
digo que soy uno de los amigos sobre los que Vargas les informó que iban a
pasar (lo acababa de escuchar). Me dejan pasar.
Llego al lobby y alguien sube las escaleras, le
avisan al ex Boca que puede bajar al sector en donde no llega casi nadie. Cuando
ese encargado se da vuelta paso por detrás y bajo rápidamente las escaleras
hacia un hall que da al comedor del hotel. Me pego a Cristian, ya lo conocen
porque vieron su foto abrazado a Tévez en los portales de noticias. Llego
conversando con él aparentando amistad y me mira sorprendido, no esperaba que
ingrese. “Me dejaron pasar”, lo tranquilizo. Me juega a favor una obviedad (que
en este caso es falsa): los custodias deben hacer ya la ecuación lógica de que
si llegué hasta ahí es porque algo debo tener que ver con el Apache o con su
amigo. Ya estoy adentro. Voy a conocer al jugador del pueblo, quizás conteste
alguna pregunta, o no. Estoy nervioso y Cristian mira su celular con
ansiedad.
Encuentro
con el mito
Pasan los minutos. “Está tardando mucho”, dice
Cristian. Vargas recuerda que el Apache jugaba los sábados en las inferiores de
Boca y los domingos disputaba el campeonato de su barrio: “Un día lo retaron
porque llegó lesionado”.
Se abren las puertas del ascensor y aparece con una
sonrisa Carlitos. Se abren las vallas y pasa Vargas, a mí no me dejan. Pero
Tévez se queda firmando autógrafos. “Soy periodista y estoy haciendo una nota,
¿puedo hacerte algunas preguntas?”. El Apache baja la cabeza y dice “no, no
puedo”. “Está bien, una foto entonces”, y vuelve a acercarse. “Me tiembla
todo”, dice una chica después de haberle pedido un autógrafo y una foto a su
ídolo. En ese reducto no hay más de 15 personas, en su mayoría turistas que
tienen acceso a distintos sectores del hotel. Del otro lado de la valla
Carlitos abraza al padre y al hijo de Cristian. ”No pasan los años para vos,
¿eh?”, Tévez se ríe con el padre de su ex compañero de inferiores. El chico
inválido, paciente de la clínica en la que trabaja Cristian, conversa con la
estrella del fútbol mundial. Como si fuera el living de la casa del diez, todos
van hacia un sofá y ríen, cuentan anécdotas. Baja también Javier Toledo, última
incorporación de San Martín, con una camiseta xeneize en las manos y le pide a
Tévez que la firme. Un periodista deportivo local que ya no ejerce le pide
colaboración para una campaña solidaria, a lo que Carlos responde “lo armemos
bien y lo hacemos”.
Cuando lo fueron a buscar de All Boys tenía cinco
años y don Segundo Tévez dijo que no lo podía dejar ir porque no tenía
zapatillas, pero el enviado del club le consiguió un par prestado. Vivía cerca
del Nudo 14 (el más peligroso) del barrio Ejército de Los Andes y en las noches
se asustaba con los tiros que a veces pasaban cerca de la ventana de su casa,
pero tuvo que acostumbrarse a dormir a pesar de todo. En una entrevista, de las
muy pocas que brinda mano a mano, reconoció que cuando debutó en la primera de
Boca muchos de sus amigos ya habían muerto por las balas de la policía o por
ajustes de cuenta.
Brilló en el Corinthians de Brasil, en el Manchester
United y el Manchester City de Inglaterra y en la Juventus de Italia, además de
ser campeón olímpico con la Selección Argentina. Pero esa burbuja llena de éxitos
y plata no le nubla la vista cuando mira a los que sufren. Realiza campañas
solidarias para el comedor de su barrio y cuando su equipo jugó en Formosa también
llevó su ayuda, lugar en el que dice que de un lado de una pared hay un hotel
cinco estrellas y del otro la gente se muere de hambre. Su tarea social es un
mensaje que llega a cada rincón del país, su sensibilidad se nutre de la
experiencia. Probablemente Tévez trata de liberar ese dolor que lleva desde
chico, para exorcizar la imagen de las balas que mataron a ese padre que no lo
quiso, la foto de esa madre que lo abandonó cuando era bebé y había sufrido la
quemadura que lo llevó a estar varios días internado. Tévez pudo haber elegido
el resentimiento social y reaccionar violentamente contra los males que lo
acecharon desde que nació. Pero él siempre lo dice: “Yo vengo de un lugar en
donde decían que triunfar era imposible”. El Apache, ese Fuerte Apache, nos da
una lección de vida con su manera de existir y hasta los más necios paran un
rato para escucharlo y verlo actuar.
Yo fui a buscar ese
mito barrial de carne y hueso. Hice todo lo posible para acercarme, pensé que
tal vez así iba a poder entender un poco más sobre ese fenómeno social que
une fútbol y marginalidad. La pelota que rueda igual en el estadio del
Manchester United y en un baldío de Formosa. La pelota que va zigzagueando entre
las piernas de los Alguien y los Nadies. La desigualdad circular que no se
corta. Me subo al colectivo, pago mi boleto y me siento en el fondo, al borde
de las lágrimas. Me había dado cuenta de que no es necesario hablar con Tévez, su
palabra es la acción.
*El título de la nota está inspirado en el nombre
del libro Apache, en busca de Carlos Tévez, de Sonia Budassi.
Pablo Zama.
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