martes, 11 de octubre de 2011

Daniel Martínez, artista de Angaco:


El pintor del pueblo

Vive de lo que gana con la pintura de obras (decorado de viviendas o en la vía pública). Pero su hobby, la veta artística, fue lo que lo hizo famoso en el departamento norteño. Es angaquero por adopción. Pintó los tanques de agua de su barrio para ponerle una sonrisa al lugar. “Siempre trabajé en forma independiente, de eso depende que mi familia coma”, aclara.      
    
 (A MVC, compañera en esta nota)

Fotos: Pablo Zama y gentileza Daniel Martínez.  


“A San Juan no lo cambio por nada”, dice. Las retinas se le pierden tal vez en algún torbellino de recuerdos de su breve paso por Comodoro Rivadavia. Pero al fin y al cabo, esos ojos que miran casi pidiendo permiso para hablar, rodeados de una piel trigueña, de manos ásperas que se entrelazan mientras cuenta su historia –distensión necesaria para minimizar los rastros de timidez-, no dejan de posarse sobre su lugar de silencio apacible, en los alrededores de campos y caballos. Para el hombre dueño de esa mirada huidiza, su tierra es un cuadro, el de su mejor pintura. Daniel Evaristo Martínez Barbosa tiene 53 años. Nació en Las Chacras, Caucete. Aunque desde muy chico vive en Angaco, su lugar para siempre, a 23 kilómetros hacia el norte de la Ciudad Capital de San Juan. Trabaja como pintor de obras (decorado de casas, paredones, espacios públicos, cartelería), pero disfruta con su versión de pintor artístico.   
  
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El personaje. En Villa del Salvador, cabecera del departamento, el leve resplandor que va dejando el sol cuando empieza a desvanecerse por detrás de los cerros del oeste, no apagan las imágenes pintadas por Daniel (en los paredones que dan a alguna plazoleta, en el interior de la Parroquia Nuestra Señora del Carmen, adentro del Concejo Deliberante y en los frentes de algunas casas), que despiertan la sorpresa de quienes pasean por Angaco.

Hay un nombre que se repite en los almacenes, en las calles y en la unión vecinal, casi como el característico ruido de silencio apacible de los pueblos que respiran una velocidad mucho menor a las de las capitales. Consultar sobre este hombre de movimientos ágiles pero tímidos es preguntar por el artista del pueblo. Todos conocen a Daniel Martínez, el pintor hincha de Independiente de Avellaneda y peronista. Indican que para encontrarlo hay que seguir cuatro kilómetros más hasta toparse con la localidad de las Tapias. Hacia allá se traslada la curiosidad periodística. Y en el ingreso al Barrio Presidente Perón ya se puede ver cómo los tanques de las casas sonríen: están pintados los escudos de distintos clubes de fútbol y en todos aparece además la bandera argentina. “Me fui casa por casa y les ofrecí hacerles el escudo de su equipo o lo que quisieran en el tanque, pero siempre les pedía que me dejen pintarles también nuestra bandera, porque estoy orgulloso de ella”, relata. De ciento dieciocho casas que tiene el “Presidente Perón”, Martínez pintó la mitad de los tanques de agua de un vecindario cuya fuerza de trabajo se centra en el área rural (viñedos y olivos): “Les dije que me lo paguen como puedan, porque la mayoría de la gente acá es humilde. Salía del otro trabajo y me iba pintando tanques”.     

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Por ellos. En la casa de Daniel hay ruido de pájaros y juegos de niños. Martín, de cuatro años, le enciende la sonrisa al abuelo que todos los días después de llegar de pintar paredes y carteles se coloca en un rincón del living a hacer catarsis con su hobby: la pintura en óleo y acrílico sobre lienzo o fibrofácil. Al lado de la estufa a leñas decorada con piedras, especialmente tratadas por el dueño de casa para usarlas como adorno, está el tablero con retratos personales y representación de paisajes sanjuaninos con el estilo realista en el que se siente más cómodo. Su esposa, Mabel Pérez, lo mira en silencio cuando explica cómo realiza sus cuadros. Lorena, de quince años, y Jimena, de catorce, buscan en una netbook las imágenes de los trabajos que hizo el padre. Fabiana (veintitrés años), la madre de Martín, no está en la casa en la tarde sabatina.           

“Siempre tuve el apoyo de mis padres en esto”, aclara Daniel, que empezó a pintar a los catorce años cuando hizo un cartel con la cara de Ceferino Namuncurá para un quiosco que llevaba el nombre del beato. La virtud artística le llega por herencia: su madre fue artesana y también tejía con lana que antes teñía al estilo de los huarpes.      

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El creador. Ningún hombre vive porque sí. Y el artista se refugia en laberintos que buscan llegar al entendimiento de la existencia. Daniel lo hace pintando sin parar. Alguna vez trabajó como albañil con su padre hasta que tomó el camino de pintor de obras, para hacer lo que los comunes hacen todo el tiempo: sobrevivir. Aunque su sonrisa llega del placer de ver cómo los vecinos angaqueros lo reconocen por su costado artístico.  

“Cuando iba a segundo o tercer año de la primaria ya hacía dibujos. Tenía más capacidad que  otros chicos para esto, le hacía los trabajos a los niños más grandes”, rememora. Por esos tiempos, en la Escuela Bartolomé Mitre (que quedaba en calles El Plumerillo y Olivera), para el Día de la Bandera o para el recuerdo de la Revolución de Mayo a menudo ganaba los concursos que organizaban los maestros: “Nos daban lápices y acuarelas. Yo era humilde, mis padres no me podían comprar esos materiales, así que usaba lo que me daban en la escuela”.             


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Paseo Comodoro. Daniel se casó a los 24 años y se fue con Mabel a pasear a Comodoro Rivadavia, Chubut. Esa visita se prolongó por dos años. En el sur trabajó en la pintura de cartelería y en el mantenimiento del Hospital Regional. “La gente me empezó a conocer, he pintado en la Coca Cola y en la Pepsi, en carteles grandes, inmensos”, subraya. Pero decidió pegar la vuelta a su tierra: “De Comodoro Rivadavia me vine porque extrañaba mucho y nunca me acostumbré al frío, al viento, a la nieve. Hice muchos amigos allá, hay gente que no quería que me venga. Pero a San Juan no lo cambio por nada –continúa-. Estando lejos aprendí a valorar mucho lo que tengo, porque afuera extrañás hasta al sol, que acá siempre está”.  

En Chubut, Martínez pintaba cerca de veinte murales al mes, todos por encargo, algunos de los cuales eran comprados por gente que se los llevaba hacia el norte del país. El total de cuadros que hizo en Comodoro fueron casi cuatrocientos. “Llegaba de pintar carteles en la ciudad, dormía la siesta, y después me encerraba en una piecita a hacer los cuadros hasta la noche...”    

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La fuerza. Asegura que no se destaca en la pintura de retratos, aunque a veces los hace a pedido. Daniel viaja a algunas zonas alejadas de la capital sanjuanina, saca fotos y después se sienta a recrear el lugar con un grafito. Hay una figura que se repite en sus trabajos: el caballo, símbolo de fuerza y supervivencia en el campo. Además, esa figura presente en sus obras tiene otra razón: es una pintura que tiene mucha salida y hay distintos tipos de público que las demanda. Detrás de ese primer plano, en los cuadros suelen haber viñedos albardoneros, angaqueros, pocitanos o de Ullum. También puede estar la imagen de los tapiales, alamedas o sauzales de Iglesia, o los cactos y cerros vallistos.     

La primera exposición la hizo en noviembre de dos mil seis en la plaza departamental, en las fiestas patronales de la Virgen del Carmen. Esa vez presentó dieciséis obras. A partir de ese día, la gente del área de Cultura del departamento Veinticinco de Mayo lo invita también a exponer cada año en la Fiesta del Carrerito. Por cada cuadro consigue entre cuatrocientos y cuatrocientos cincuenta pesos y eso le sirve de complemento para mantener a la familia.       

-¿Cómo es ese momento en el que se enfrenta al lienzo?   
-Cuando yo pinto me relajo, me hace sentir muy bien. No tengo un taller, pero lo hago en mi casa, más allá del ruido. Escucho a Spinetta, a Charly García o folclore cuyano mientras hago los cuadros.  

-Después de tantos años de trabajo, ¿por qué considera que pinta?
-Siempre digo que pinto porque aproveché esta oportunidad que me dio la vida para hacer lo que me gusta. Desde que era un niño, en la escuela ya me destacaba en esto. Y muchas veces me quedo pensando cuando veo a tantos chicos que tienen un don, una cualidad especial y no la aprovechan...    

El pintor del pueblo angaquero aclara que el trabajo independiente tajea con el filo de la incertidumbre: para el invierno debe guardar algún ahorro, porque la gente prefiere no pintar en esa época y la demanda disminuye. Además, no tiene obra social ni realiza aportes jubilatorios. Pero desde la mañana hasta la noche, Daniel juega una pulseada contra esa falta de certezas, convencido de que, en el momento en que llegue ese leve resplandor que deja el sol antes de desvanecerse en su muerte circular, conseguirá otra victoria cotidiana haciendo lo que le gusta y volviendo a casa para ver la sonrisa de su nieto.           




Pablo Zama