martes, 3 de diciembre de 2013

El forastero sin residencia

Del rugby europeo al violonchelo en la calle 

Sólo da su nombre de pila: se llama Alejandro. En España casi muere por sobredosis, por eso le dio un cambio a su vida. Junto a su novia alemana se convirtió en nómade. Dice que volvió a nacer. Aprendió a tocar el violonchelo y ahora le pone música a las esquinas argentinas y de otros países. "Amo la libertad", dice. (Mirá el video).    


“Las dimensión que tiene tu vida es la dimensión de tu valor. Sin huevos nos vas a ningún lado”. Descalzo sobre el asfalto caliente de fines de noviembre sanjuanino, esquina de Salta e Ignacio de la Roza, una remera del lado del revés para tapar, presumiblemente, la marca de una empresa de transporte, rastas gruesas y barba sin emparejar, Alejandro, exrugbier en Europa, desafía las normales que rigen la sociedad de consumo, que obliga a alcanzar el éxito para existir. Toca el violonchelo en el desconcierto de la calle.

Detrás de la barba y el pelo desprolijo hay un hombre de 30 años compartiendo de memoria partituras de Bach, Suzuki, Mozart. Melodías que son del mundo, más que para salas cerradas a una elite. Artistas callejeros, huérfanos de la estabilidad, felices en el “aquí y ahora”. Caricias de asfalto. Mientras conversa con un pibe del ECO (estacionamiento controlado de la Capital) se anima a ofrecerle inclusive “La danza de los mirlos”, de Pablo Lescano. Termina y sonríe. Nació en San Nicolás, Buenos Aires, pero ya no es de ningún lugar y es de todos a la vez. Nómade por elección, tiene a sus espaldas una historia de bohemia y valentía.

“En Europa casi me muero por sobredosis, ahí decidí cambiar mi vida”. Alejandro era jugador de rugby en España, le pagaban el departamento en donde vivía, la comida y le daban algo de plata para poder mantenerse. “Tenía condiciones para ese deporte, pero tuve muchos vicios”, lamenta. “El club se fundió y empecé a viajar. Anduve por Mallorca, Austria, Suiza y otros lugares”, recuerda mientras recibe monedas de manos adornadas con lujosos relojes que salen anónimas de autos importados. “Todo ese viaje me llevó a ser músico”, subraya.  


Alejado del deporte, volvió a la Argentina y se inscribió en una escuela de arte. Como no había cupo para otros instrumentos y en violonchelo no había muchos alumnos, se decidió por ese instrumento. Hizo dos años y después siguió aprendiendo por Internet y observando a los demás músicos. “Se puede decir que soy autodidacta”, aclara. Se lanzó a “vivir la magia de la calle” después de decidir dejar los vicios que había adquirido en Europa y por las ganas de vivir “la libertad en su máxima expresión, el desapego a lo material”.

Camino a Santiago empezó la mutación. Se desprendió de la comodidad, de la vida material, se arriesgó a vivir como si fuera el último día, todos los días. El Camino de Santiago es una ruta que desde la era medieval representa una de las más populares peregrinaciones en el mundo cristiano, es un paso espiritual ubicado en Santiago de Compostela, España. “Yo soy espiritual, no religioso”, argumenta. En ese camino conoció a su actual compañera, Yvonne, una Alemana que residía en Suiza con todas las necesidades materiales satisfechas. Pero juntos optaron por arrojarse al mundo y a la marea de anónimos que viaja de ciudad en ciudad sin buscar nada más que juntar experiencias y libertad. Ahora son padres de una nena de dos años y un bebé de once meses. “Caminé mil kilómetros sin plata y un diario me hizo una nota. Al día siguiente vi el título: ‘El argentino que sin dinero y sin papeles viaja por Europa’”, ríe y comparte otra de sus frases repentinas: “Rico no es el que más tiene, sino el que menos necesita”.


Alejandro repite que con su nueva vida lo que intenta es no volver a ser un esclavo. “El sistema funciona tan bien que convierte a la gente en un rebaño y si no hacés lo mismo que los demás, te condena al ostracismo”. Aunque dice que algún día volverá a jugar al rugby, sabe que ya nunca podrá volver a ser como antes, los ideales son otros y su ética no se ciñe con la plata y el éxito tal cual lo impone el capitalismo. “Siento que nací dos veces y que ahora pasé a ser el actor principal de mi vida”, se enorgullece. Está a cuatro cuadras del Auditorio Juan Victoria, uno de los más valorados de Sudamérica, pero toca el violonchelo en las esquinas por donde pasan primaveras de caras alegres, tristes, cansadas. Una comunión de arte y terapia dentro de los dos autoritarios minutos en los que tarda la suerte en pasar de rojo a verde. 

“No existen las verdades absolutas, sino las relativas. Pero yo sigo aferrado a mi corazón, fuerte en mis convicciones”. El hombre de rastas junta las monedas, mira el reloj, las siete y media de la tarde, seguro que junto a su familia cenará en la casa de un nuevo amigo que hizo en San Juan, dueño de un servicio de lunch, a quien aconsejó para que logre salvar su matrimonio. En pocos días viajarán a Mendoza y después a Chile, en ese recorrido incesante por la vida. En San Nicolás lo esperan sin fecha: sus padres -sorprendidos al principio- ya aceptaron el nuevo estilo de vida de ese joven que tenía gustos burgueses y se fue cuatro años a jugar al rugby a Europa.


Frenan los últimos autos. El sonido grave del arco sobre las cuerdas saca sonrisas y miradas sorprendidas. Le tocan bocina y él saluda con la mano izquierda en alto. Alejandro se reconoce como una “persona pública” dentro del anonimato callejero y sabe que “la calle, como la vida, te da y te quita”. Pero rige sus horas despierto bajo una premisa ghandiana: “Trato de vivir como si fuera a morir mañana y trato de aprender como si fuera a vivir para siempre”. 

Pablo Zama

jueves, 3 de enero de 2013

Juan José Russo, un ejemplo



Cuando las barreras 
son una metáfora

Juanjo tiene paralizada la mitad del cuerpo por una malformación congénita, lo operaron quince veces en la columna. Pero dice que las limitaciones de las personas están en la mente. Trabaja en prensa del Ministerio de Desarrollo Humano y los fines de semana va a la cancha a ver a su querido Verdinegro. Se hizo famoso cuando fue parte de un video en la previa de Boca vs. San Martín para la TV Pública. El dolor por la discriminación de un profesor en la secundaria.




“En la calle actúo como alguien normal y la gente me ve como uno más, como uno que camina”. Anoto, pávido, la frase y Juanjo sonríe con sonrisa de esperanza, una mueca caprichosa de no rendirse jamás. “Como uno que camina”. Me cruje el alma. Antes de acostarse, cuando el día muere entre sueños y escombros de lo que no se pudo, mira la camiseta de San Martín y le promete amor eterno. A las siete y media de la mañana despierta el día laboral. Juanjo llega al área de prensa del Ministerio de Desarrollo Humano, en donde dice que se mueve “como pez en el agua”, y empieza a chequear mails, mira noticias por tv, lee los diarios y diseña comunicados para los medios de San Juan. Padece de mielomeningocele de grado dos, una malformación congénita que se origina en las primeras semanas de gestación. Pero para ese joven de veintiocho años “las limitaciones están en la mente de cada uno”.
   
Detrás de cada día, todos los días, su historia: en mil novecientos noventa y nueve pasó todo el año prácticamente acostado después de una operación en la columna. A la escuela lo llevaban en una silla de ruedas a cuarenta y cinco grados, igual que el reclinado de los asientos de los colectivos de larga distancia, así estudiaba. Su mamá, Nancy Grazziani, dice orgullosa que “no se llevó ninguna materia ese año”. Sobre el anotador la lapicera pesa y la tinta se escurre de asombro, como queriendo salirse de la hoja: Juanjo pasó por quince operaciones (cinco de ellas fueron apenas nació, subrayo). Juan José Russo habla, anoto con lapicera firme: “Tengo la columna desviada y parálisis de medio cuerpo, es decir, de los miembros inferiores. Además tengo una válvula en la cabeza, que se llama válvula de derivación, eso permite que el líquido encefalorraquídeo llegue a mi cabeza”.

Discriminación. “Tenía diecisiete años, estaba en el contexto de una clase de Educación Física, me acuerdo  como si fuera ayer, era un sábado en la mañana” –no lo cuenta con resentimiento, en su voz hay, de todos modos, residuos de dolor- “En el colegio me llevaban unos compañeros, se trabó la silla de ruedas y me caí. Mi profesor no estaba cerca en ese momento, estaba en otra punta del playón. Cuando llegó no me sentí cómodo con la respuesta que me brindó, porque yo me había lastimado un poco la mano. Me dijo ‘¿sabés las veces que me he caído yo?’, le restó importancia. Eso me costó tener que irme del colegio al que yo había concurrido desde jardín, porque me sentí mal, no me sentí contenido. Los docentes, además de enseñar, están para cuidar a sus alumnos y este señor no me cuidó”.


Límites. Las barreras son una metáfora. “En la niñez, entre las cosas más duras que me tocó vivir está este problema que tengo que me priva de muchas cosas, como caminar o jugar al fútbol. Mi sueño era ser futbolista”. Pausa. La tinta es más espesa sobre el papel caliente. Juanjo se redime: “Pero ahora analizo bastante bien lo que tengo. No por estar así pierdo mi capacidad de pensar o hacer cosas por mí mismo. Hago todo lo que hace un ser humano que no tiene problemas físicos: hablo, como, duermo, pienso, tomo decisiones”. La limitación está en la mente de las personas, seguir adelante es el capricho de los que no se permiten la derrota. “Estudiar inglés tres años es un límite que pude pasar, creí que no lo iba a poder aprender. Eso fue importante porque me sirve ahora para comunicarme con gente de otros países en mi trabajo”.


Realizado. El diez de abril del dos mil ocho, cuando entré al Ministerio de Desarrollo Humano pensé ‘tengo mi vida completa’. Era lo que me faltaba, trabajar en un ámbito fuera del estudio, porque el estudio me abrumaba un poco. A partir de ahí hice un click. Entrar al Centro Cívico me cambió totalmente la vida”. Con su madre le habían pedido una audiencia al ministro Daniel Molina: “Cuando salió de su oficina me miró y dijo que se estaba acordando de mí. Nos hizo pasar y me preguntó qué sabía hacer. Le dije que tengo buena ortografía, que sé redactar. Entonces me pidió que fuera a la oficina de prensa porque me iban a tomar los datos. Ya hace cuatro años que estoy trabajando ahí, muy cómodo y muy contento”.

La adaptación fue satisfactoria gracias a la calidad humana que encontró en su lugar de trabajo. “No me voy a olvidar nunca de cómo me trataron ese día mis compañeros. Me hicieron uno más, a pesar de mi condición física. Este trabajo me hizo crecer como persona y me dio la posibilidad de entrar a un lugar al que yo jamás había previsto”. Las barreras son metáforas.

Voy con vos. “Del ascenso del dos mil siete -a Primera, el sábado dieciséis de junio- me acuerdo que llegué con mi hermano y mi vieja a la cancha. Recuerdo los papelitos en el aire, la gente saltando. Se me puso la piel de gallina”. Gol del ascenso, sudor y lágrimas. “No vi a –Luis- Tonelotto, vi la pelota volando nomás, esa es la única imagen que tengo del gol. Después fue todo festejo. Me abracé con mi hermano y en un momento se me corrieron las lágrimas”. Hincha de San Martín desde la adolescencia (su silla de ruedas es verde y negra por un gusto que le dio su madre), lo llamaron de Fútbol para Todos, de la TV Pública, para grabar un video en el estadio Hilario Sánchez Rodríguez. La filmación salió al aire el domingo treinta de setiembre del año pasado en la previa del partido en que Boca y el equipo de Concepción empataron uno a uno en La Bombonera (ver video):


Reescribo en el anotador la palabra sueño y la resalto. Juan José cumplió el anhelo de recorrer dos veces el césped del Hilario, le falta otro por cumplir: ingresar a la popular junto a La Banda del Pueblo Viejo. Pero escribo que cuenta con un privilegio que muchos hinchas quisieran tener: antes de cada partido, los jugadores que van al banco de suplentes –y en su momento también lo hacía el DT Daniel Garnero- van hasta el alambrado que separa el césped de la Platea Oeste y lo saludan. Es una de las cábalas verdinegras.




¿Un ídolo en la vida? Juanjo pregunta si pueden ser dos y con ojos seguros y agradecidos busca la figura de sus padres, Alfredo Russo y Nancy. “Los ídolos de mi vida son mis viejos porque siempre están atentos para saber si necesito algo. Son los que estuvieron y están siempre”. Sus padres vivieron con él durante dos años en Buenos Aires por una operación grande que le hicieron y durante diez recorrieron los más de  mil kilómetros que separan a San Juan de Capital Federal para que lo atiendan los médicos. Sus hermanos Gabriela, Daniel y Pedro también fueron sus ángeles guardianes en la niñez y ahora son sus compinches. “Una de las tantas veces que fui a Buenos Aires para hacerme atender, me llevaron a unos juegos para personas con discapacidad. Mi mamá y mi hermana eran mi hinchada, competí y coseché dos segundos puestos. Esas son experiencias lindas. Mi familia siempre me apoyó mucho”.


En el margen de la última hoja rayada decido dejar algunas anotaciones finales: escribo que es viernes y que por la tarde Juanjo se va a ir a conversar con sus amigos de un gimnasio ubicado cerca de su casa y hasta se animará a usar algunas máquinas, como es su costumbre. Pongo que el sábado tal vez lo inviten a un boliche por otro cumpleaños y regresará con una sonrisa y empapado por la espuma. Imagino que en la siesta del domingo, antes de prepararse para ir a ver jugar al Verdinegro, seguro que anhelará poder terminar los estudios -que empezó pero abandonó- sobre periodismo deportivo y emular a Tití Fernández o a Marcelo Benedetto siendo la voz desde el campo de juego. Dejo un lugar para el lunes, porque muy temprano regresará al Centro Cívico y reirá al teléfono con ese periodista que lo aprecia como a un amigo y que le dice “fantasmita, ¿cómo andás?”, a quien no quiere “quemar” en la nota. También recibirá los elogios de algunas personas a las que atiende en el ministerio y que lo hacen dar cuenta de que está “en el camino correcto y ayudando a la gente para que pueda solucionar sus problemas sociales”. Anoto que el entrevistado me acaba de decir con voz firme y a modo de consejo que “de nada sirve quejarse sin intentar”. Entonces entiendo que las barreras esta vez son una metáfora cuando imagino a Juanjo enseñarle a Julián, su ahijado de seis años, que para caminar bien en la vida sólo hace falta vencer los límites de la mente.  




Pablo Zama