martes, 25 de agosto de 2015

Carlos Tévez revolucionó San Juan


En busca del Apache 

La ex estrella de la Juventus de Italia llegó a la provincia para jugar un partido por Copa Argentina y volvió a salirse del libreto. El abrazo con su amigo sanjuanino. El jugador del pueblo y su dura historia de vida: los balazos que pasaban cerca de su casa, una madre que lo abandonó cuando era bebé y un padre que no le dio ni el apellido. No es una entrevista, pero sí una nota. Un periodista tras los pasos de Carlitos.      

Vuelvo desde Rivadavia hacia el centro sanjuanino en el último asiento del colectivo muy emocionado. Nunca me había pasado después de una nota. Había sido una entrevista fallida por ese tema de los “derechos” de los medios “porteños” y los requisitos del planeta Boca. La entrevista no pudo ser, pero la nota sí. Había respirado por varios minutos el mismo aire que una leyenda barrial que juega al fútbol los domingos en La Bombonera, ahí en donde es Gardel. Carlitos Tévez, el que salió de Fuerte Apache y llegó a ser figura en el Manchester United inglés y en la Juventus italiana.

Lo que me había llevado a usar todo tipo de artilugios, de esos que el oficio periodístico enseña para llegar a la nota “imposible”, había sido una historia marginal. Una historia en la que por decisión del azar, el destino o cualquier otra variable que tenga que ver con el sacrificio y el talento, un pibe que podría haber terminado sus días a temprana edad -por una bala que “ajusticia” a los pobres infelices que no son más que un número para la voraz economía de los que dominan el planeta y que, como decía Eduardo Galeano, sus vidas valen menos que la bala que los mata- llegó a una posición de poder y aceptación popular que hoy sabe usar. Carlos volvió al país para dar un mensaje de filantropía y humildad.


Su madre lo abandonó cuando tenía cuatro meses y en días en los que los chicos de cualquier barrio disfrutaban de los dibujos animados o de la merienda del jardín de infantes, cuando tenía sólo cinco años, sufría porque su padre -el que no quiso darle el apellido al nacer- era asesinado de 23 balazos. El niño fue adoptado por su tía y más tarde, para poder pasar de All Boys a Boca se cambió el apellido Martínez (de su madre) por el de Tévez, el del marido de su tía, a quien reconoce como su verdadero padre. La vida de Carlitos encaja justo con cierto marketing de los medios masivos que están al acecho de la audiencia y muy pocos se animan a criticarlo abiertamente porque es un fenómeno de masas.                    

La prensa no

Ante la mirada espesa y dura de hombres sin cuello y cabeza de chancho envueltos en trajes que revisten sus robustos cuerpos, Carlos Tévez me decía en el subsuelo del hotel Del Bono Park que no podía hacerle preguntas. En cambio atiné a abrazarlo, hacer una foto y quedarme en el rincón del observador para vivir, por unos treinta minutos, el mundo Apache desde adentro, desde un lugar privilegiado.        

Por mi tozudez periodística volvía a la carga intentando llamar la atención del hombre fundido, como se funden los hierros, en un sector social en donde no se puede elegir: “Carlos, ¿te han pedido ayuda para comedores también en San Juan?”, pero uno de los hombres cabeza de chancho, sin cuello visible y cara de rottweiler se acercaba al apelativo de “facha, listo, listo”. Son los cercos que Tévez todavía no pudo sortear, restricciones anormales que son comunes para las estrellas del fútbol, con jefes de prensa que no permiten preguntas, como si lo que se estuviera por develar fuera un secreto de estado. Pero a Carlos no le interesan los periodistas. Su tarea está con la gente, la calle, el pueblo que lo venera, que lo ama.

Tiene la mirada transparente de los niños, hay un brillo especial en las pupilas. Tévez mira a los ojos. Tiene un tatuaje que le cubre todo el antebrazo derecho y que cerca de la muñeca reza “sos mi dios”. Pero el más importante no se le ve: en toda la espalda tiene un dibujo que representa la resurrección de Cristo y se lo hizo después de visitar al Papa Francisco en la Ciudad del Vaticano. Debajo de la cara y en la parte derecha del cuello sobresale la marca indeleble de su niñez: la piel derretida por el agua caliente que le cayó en su casa del barrio Ejército de Los Andes cuando tenía diez meses y que él no quiso cambiar, a modo de rendirle honor a su vida, su barrio, una marca que rubrica el mito. Tévez es amable y diplomático. No hay falsa modestia en sus gestos, el Apache es de corazón humilde. El carisma es su arma para ganarle al desánimo.

Una mujer le pregunta si lo puede abrazar, “por supuesto” le dice Carlitos y la joven desborda de emoción, llora y el diez le da un cálido abrazo, la mira a los ojos y le dice un sincero “gracias, gracias”. Alguien le pide que alce a una beba: “Sí, cómo no”, contesta el Apache, “¡upa!” le dice a la nena y sonríe para la foto. Y así puede estar largos minutos porque, como dice cada vez que puede, “cuando era chico me costó llegar a mis ídolos, no me daban bola, por eso yo me acerco a la gente y le firmo autógrafos” (ver el video).                


El pony robusto  

Pasada la una y media de la tarde del martes 18 de agosto aparece con tranco cansino, auriculares enormes colgados en el cuello, un mito barrial y futbolero que avanza hacia la entrada del hotel de avenida Ignacio de la Roza con una sonrisa pícara. Ese petiso que se parece a un pony robusto responde con la mano en el aire a los saludos desesperados de los hinchas que están abarrotados detrás de las vallas como leones hambrientos que persiguen a su gacela favorita. Me ubico en las primeras vallas (para periodistas) aunque no traje credencial, pero me las arreglo para atravesar igual el primer control y ahí lo veo pasar, muy cerca, le grito “¡Carlos, dos minutos, dos preguntas nomás Carlitos!”, pero saluda al aire y sigue.     


Antes de encarar hacia la puerta del hotel, Tévez tiene su primera huida del libreto en San Juan, desborda la custodia y camina rápido hacia el vallado que da frente al coche de Autotransportes San Juan que trae al plantel que conduce el Vasco Arruabarrena. Entonces me apoyo en las barandas para ser testigo del inusual movimiento. Lo había visto cuando llegaba en el colectivo y hubo sonrisas y señas cómplices a través del vidrio. Carlos Tévez se baja y va a fundirse en un gran abrazo con un hombre relleno, de pelo semilargo y atado. El abrazo dura varios segundos, sin separarse se miran y cruzan palabras, Tévez lo observa sonriente mientras le sostiene la cabeza. Le pide al jefe de seguridad que haga pasar al hotel “al sanjuanino, porque quiero hablar con él” y sigue su camino.   

El amigo “sanjua”

Le saco fotos a los hinchas de Boca que tienen camisetas que dicen “Carlitos” y revistas en donde el Apache besa la Copa Libertadores en la portada. “Yo dejo que me saqués la foto y vos me conseguís un autógrafo de Tévez”, chantajean algunos en un clima de euforia porque están a metros de la habitación en donde va a dormir el ídolo popular, especie de fusión entre rebeldía rockera y carisma de cura villero.                               


Cuando los jugadores ya pasaron, veo movimiento en la puerta de entrada al lobby del hotel, entonces salgo disparado de la zona del vallado e ingreso. En un rincón, silencioso, con lentes encima del pelo, está el hombre del abrazo. “A vos te abrazó Tévez” le digo y él responde “¿me viste?, ¿viste cómo me abrazó?”. Parece un niño al que le compraron su primera pelota de cuero vacuno. Apenas me dice el nombre lo relaciono con el mundo Boca, cuando él era adolescente se escribieron páginas sobre el sanjuanino que esperaba su oportunidad de pisar la primera de Xeneize. Cristian Vargas fue compañero de Tévez en inferiores y se conocen desde que tenían 11 años.

Mientras hablo con Cristian se cuelgan de la nota un canal de tv y dos medios gráficos locales. “No me salían las palabras, quería llorar, estaba muy emocionado, pude preguntarle si se acordaba de mí y él me dijo ‘¡más vale hermano!”. El joven sigue conmovido, dice que cuando Carlitos se fue al exterior perdió contacto con él, pero el Apache llegó y “apenas me vio desde el colectivo me saludó y cuando se bajó me abrazó, eso demuestra lo que es como persona. Estoy que ya lloro. Que me abrace uno de los mejores jugadores del mundo no es fácil”.  

Vargas es una historia en sí mismo. Recuerda el tiempo de baby fútbol con Carlitos, su paso por la Selección Sub 15 siempre junto a Tévez y el viaje para jugar en el mítico estadio de Wembley en Inglaterra. A los 17 años decidió volver a la provincia porque extrañaba mucho. Con mirada nostálgica Cristian no le dice Carlos, “El Negro” es el apodo que conoce desde esa infancia. “El Sanjuanino”, como lo llama Tévez, conoce a la familia del diez y hasta pasó tardes enteras en su barrio. “Su casa era muy humilde. Iba a entrenar en una Ford de su papá albañil, Carlitos llegaba todo despeinado y su papá con la ropa de trabajo”, cuenta orgulloso.          


Se van los demás periodistas y quedo al lado de Cristian y un amigo suyo. Logro hacer buenas migas con los dos en esos minutos eternos de espera, ellos son casi mi pasaje para conocer al jugador del pueblo. Sin credencial y esquivando la mirada de los guardias espero. Uno de traje negro impecable y voz dura pide desalojar el lugar y que queden sólo Vargas y el otro hombre. Este último me hace un grato favor: “El amigo está con nosotros”, le dice al agente de seguridad y me señala. Estoy cerca del objetivo. El morocho de unos 60 años toma confianza y me cuenta que es policía retirado, por eso pudo hacerle pasar un primer control a Cristian. Vargas espera algo nervioso. Habla con su padre por teléfono, pone el altavoz. Del otro lado hay risas de júbilo cuando de este otro lugar su hijo le dice que Tévez le dio un enorme abrazo. 

Pasa el tiempo. Cristian rememora una vez más El Abrazo. Dice que Tévez tiene olor a perfume muy caro y que seguro que es europeo.”Un policía vino y me dijo sorprendido ‘¿y ese abrazo?’, me pidió mi número de teléfono y me dijo que le saque un foto a Carlos y se la mande por whatsapp”. El amigo de Vargas cuenta entre dientes que el ex jugador se volvió a San Juan porque en ese momento también “tenía una noviecita acá”.

A las dos y media de la tarde se acerca alguien de la delegación de Boca y los tres enfilamos con la ilusión de ir a saludar al Apache. Pero sólo dejan bajar al subsuelo a Cristian. El plantel ha terminado de almorzar. Desde arriba se puede ver cómo Tévez abraza al sanjuanino, se sacan fotos y conversan por poco más de cinco minutos. Vargas sube otra vez emocionado y aclara que al día siguiente Carlitos lo espera para conocer a su hijo y a un paciente de la clínica en la que trabaja que está en silla de ruedas porque es paralítico, ese hombre es fanático del Apache. “No dejen de venir”, le había dicho el ex Juventus.         

Las chicas de recepción quedan en enviar por mail la descripción del plato elegido por Tévez para el almuerzo, mail que nunca llegó a mi correo. Un asistente pide que cambien al Apache de la habitación 303 a la 317 porque el ruido de los bombos de los hinchas no lo dejan dormir. Frustrada esa chance de entrevistar al hombre que encarna el mito barrial hay lugar para la retirada, con el objetivo de jugar las últimas fichas al día siguiente, si es que Cristian puede colaborar.                    

Apache: la meta

La cita es las once de la mañana. Cristian no contesta los mensajes de texto, ni los whatsapp, tampoco atiende las llamadas. Sentado al lado de la vereda de ingreso al Del Bono Park miro a los chicos que siguen haciendo guardia, estoicos, del lado del vallado que da a la avenida esperando por algún autógrafo. Pienso en retirarme.            

Pero después de algunos minutos Vargas atiende y avisa que está esperando detrás de la baranda que da hacia el supermercado del shopping. Apenas llego sale del hotel el jefe de prensa de Boca y lo llama, no alcanzo a cruzar palabras personalmente con el amigo de Carlitos ni mucho menos a pedirle que planeemos una posibilidad para que pueda acercarme a Tévez. Camino rápido, casi corriendo, detrás de Cristian. Un guardia pregunta y le digo que soy uno de los amigos sobre los que Vargas les informó que iban a pasar (lo acababa de escuchar). Me dejan pasar.

Llego al lobby y alguien sube las escaleras, le avisan al ex Boca que puede bajar al sector en donde no llega casi nadie. Cuando ese encargado se da vuelta paso por detrás y bajo rápidamente las escaleras hacia un hall que da al comedor del hotel. Me pego a Cristian, ya lo conocen porque vieron su foto abrazado a Tévez en los portales de noticias. Llego conversando con él aparentando amistad y me mira sorprendido, no esperaba que ingrese. “Me dejaron pasar”, lo tranquilizo. Me juega a favor una obviedad (que en este caso es falsa): los custodias deben hacer ya la ecuación lógica de que si llegué hasta ahí es porque algo debo tener que ver con el Apache o con su amigo. Ya estoy adentro. Voy a conocer al jugador del pueblo, quizás conteste alguna pregunta, o no. Estoy nervioso y Cristian mira su celular con ansiedad.     

Encuentro con el mito  

Pasan los minutos. “Está tardando mucho”, dice Cristian. Vargas recuerda que el Apache jugaba los sábados en las inferiores de Boca y los domingos disputaba el campeonato de su barrio: “Un día lo retaron porque llegó lesionado”.


Se abren las puertas del ascensor y aparece con una sonrisa Carlitos. Se abren las vallas y pasa Vargas, a mí no me dejan. Pero Tévez se queda firmando autógrafos. “Soy periodista y estoy haciendo una nota, ¿puedo hacerte algunas preguntas?”. El Apache baja la cabeza y dice “no, no puedo”. “Está bien, una foto entonces”, y vuelve a acercarse. “Me tiembla todo”, dice una chica después de haberle pedido un autógrafo y una foto a su ídolo. En ese reducto no hay más de 15 personas, en su mayoría turistas que tienen acceso a distintos sectores del hotel. Del otro lado de la valla Carlitos abraza al padre y al hijo de Cristian. ”No pasan los años para vos, ¿eh?”, Tévez se ríe con el padre de su ex compañero de inferiores. El chico inválido, paciente de la clínica en la que trabaja Cristian, conversa con la estrella del fútbol mundial. Como si fuera el living de la casa del diez, todos van hacia un sofá y ríen, cuentan anécdotas. Baja también Javier Toledo, última incorporación de San Martín, con una camiseta xeneize en las manos y le pide a Tévez que la firme. Un periodista deportivo local que ya no ejerce le pide colaboración para una campaña solidaria, a lo que Carlos responde “lo armemos bien y lo hacemos”.

Cuando lo fueron a buscar de All Boys tenía cinco años y don Segundo Tévez dijo que no lo podía dejar ir porque no tenía zapatillas, pero el enviado del club le consiguió un par prestado. Vivía cerca del Nudo 14 (el más peligroso) del barrio Ejército de Los Andes y en las noches se asustaba con los tiros que a veces pasaban cerca de la ventana de su casa, pero tuvo que acostumbrarse a dormir a pesar de todo. En una entrevista, de las muy pocas que brinda mano a mano, reconoció que cuando debutó en la primera de Boca muchos de sus amigos ya habían muerto por las balas de la policía o por ajustes de cuenta.


Brilló en el Corinthians de Brasil, en el Manchester United y el Manchester City de Inglaterra y en la Juventus de Italia, además de ser campeón olímpico con la Selección Argentina. Pero esa burbuja llena de éxitos y plata no le nubla la vista cuando mira a los que sufren. Realiza campañas solidarias para el comedor de su barrio y cuando su equipo jugó en Formosa también llevó su ayuda, lugar en el que dice que de un lado de una pared hay un hotel cinco estrellas y del otro la gente se muere de hambre. Su tarea social es un mensaje que llega a cada rincón del país, su sensibilidad se nutre de la experiencia. Probablemente Tévez trata de liberar ese dolor que lleva desde chico, para exorcizar la imagen de las balas que mataron a ese padre que no lo quiso, la foto de esa madre que lo abandonó cuando era bebé y había sufrido la quemadura que lo llevó a estar varios días internado. Tévez pudo haber elegido el resentimiento social y reaccionar violentamente contra los males que lo acecharon desde que nació. Pero él siempre lo dice: “Yo vengo de un lugar en donde decían que triunfar era imposible”. El Apache, ese Fuerte Apache, nos da una lección de vida con su manera de existir y hasta los más necios paran un rato para escucharlo y verlo actuar.

Yo fui a buscar ese mito barrial de carne y hueso. Hice todo lo posible para acercarme, pensé que tal vez así iba a poder entender un poco más sobre ese fenómeno social que une fútbol y marginalidad. La pelota que rueda igual en el estadio del Manchester United y en un baldío de Formosa. La pelota que va zigzagueando entre las piernas de los Alguien y los Nadies. La desigualdad circular que no se corta. Me subo al colectivo, pago mi boleto y me siento en el fondo, al borde de las lágrimas. Me había dado cuenta de que no es necesario hablar con Tévez, su palabra es la acción.     


*El título de la nota está inspirado en el nombre del libro Apache, en busca de Carlos Tévez, de Sonia Budassi.  
  
Pablo Zama.