martes, 15 de marzo de 2011

Personajes nocturnos:



Terminal de madrugada




El panchero Roberto y sus recreos con los taxistas. Los mendigos que duermen en los pasillos. Pablo, encargado del buffet, teoriza sobre esos locos inofensivos que son parte del lugar. Pochoclo, el cafetero que salió adelante tras enviudar y perder a dos de sus hijos. El cuidador del baño que le prestó los sanitarios al bailantero conocido como el Monstruo Sebastián y a la Hiena Barrios. El recuerdo del Chancleta. Todos componen esa especie de familia nocturna de la Terminal de Ómnibus de San Juan.


Seis mendigos duermen pesadamente en el silencio que se arremolina en los pasillos de la Terminal sanjuanina. Es madrugada sorpresivamente fresca en el segundo domingo de marzo. Afuera, en las plataformas que recibirán al primer colectivo recién a las cinco menos cuarto, deambulan un grupo de perros vagabundos que son la compañía de los pocos trabajadores de la noche en ese lugar, según Juan Valle, boletero de  la empresa –la ironía de la circunstancia parece reírse con el diminutivo- Vallecito. Del otro lado de las puertas de vidrio, Lucía y Julio, acostados en un banco de madera gruesa, no hablan solos mientras duermen. Pero durante el día tienen interlocutores imaginarios. A más de cien metros, Pablo, el encargado del buffet, tiene una teoría en la que diferencia a los locos buenos de los otros con los que hay que tener un poco de cuidado. Cimenta su teoría en la hipótesis de que tal vez algunos de los mendigos se subieron a la línea seis que pasa por el neuropsiquiátrico de Zonda y terminaron ahí. En la esquina de Estados Unidos y General Paz, Roberto arma panchos para los taxistas que hacen parada al lado de su carrito y juntos recuerdan cómo lo hacían rabiar al Chancleta (José Luis Díaz, un personaje que vendía golosinas en una bicicleta con canasto de mimbre y una pila de cajones atrás, tal como explica Diego, uno de los choferes). Todos hacen una pequeña pausa cuando Roberto mira al periodista y aclara que el Chancleta murió hace un mes, cuando –especulan- había rebasado largamente los cincuenta años. Lejos de ahí, en el baño de la Terminal, Marcelo Trigo –el encargado de la limpieza en la noche- trata de ganarle al sueño mientras se acuerda del día en el que un migitorio fue usado por el Monstruo Sebastián, rey de la bailanta de los petrificados noventa. Marcelo intercambió algunas palabras -en las que recordaron viejas épocas del cuarteto- con el cantante, entre el lavado y secado de manos y la colaboración en monedas.     

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La terminal está casi vacía. El primer cafetero, apodado Pochoclo (Luis Gálvez) llega recién a las cuatro y media. La noche no parece tener  horarios objetivos. Todo sucede en el mismo fragmento de tiempo, que es el que precede a la llegada de los colectivos. Ahí, Pochoclo, con la mirada blanda y lacrimógena dice que es viudo desde hace catorce años y también agrega que en esos mismos meses perdió a dos hijos, uno que no llegó a cumplir el año y el otro que apenas rebasó los siete. Baja los hombros, como si le pesaran, mientras cae la pregunta sobre si su mala hora fue por un accidente automovilístico, cuenta que son cosas de la vida, que murieron por distintas enfermedades. Un poco de saliva amarga debe haber pasado por la garganta de Pochoclo, porque se queda callado un segundo eterno y recién, como una bocanada de aire puro, aclara que siguió luchando y pudo salir adelante porque tiene dos hijos, de 17 y 19 años, a los que les paga los estudios, y tiene un tercero, el más grande, que ya está casado y no vive en su casa.

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La mirada a esa terminal de madrugada cae otra vez afuera. Desde un auto alguien le grita a Fernando (taxista) a modo de saludo: a la Chola. Fernando retribuye con un eh, puto. Hay reunión al lado del carrito panchero de Roberto –que se coloca la visera de la gorra hacia atrás como si se diera cuenta que el sol hace horas que ya no está con ellos y sigue atendiendo-, como ocurre todos los días a las tres, cuando la ciudad queda callada y les da tregua por un rato. Diego no augura una buena recaudación y les dice a los muchachos que la va a tener que remar bastante, mientras hace los movimientos propios de un canoista. De la bitácora de las anécdotas, Diego extrae una que hace reír a todos cuando se acuerdan. Cuenta con gracia que el viernes de la semana anterior un viajante llegó en la madrugada muy cansado y se subió al remis de uno de los trabajadores que en ese momento dormía en el asiento del chofer. El viajante también se queda dormido, pero en el asiento del acompañante; –al borde de un ataque de risa, Diego remata la extraña historia- el forastero se despierta y mira al remisero, que también se despierta y, avergonzado, le pregunta cuánto es, paga veinte pesos y se va. Y hay más historias: a un maletero conocido como Baboso un turista que se dio cuenta que no tenía plata le pagó con una pasta dental, Baboso miró a un amigo y mostrándole el dentífrico le recordó que tenía un solo diente.



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En el buffet, un hombre de rasgos gruesos y barba entrecana prominente, que tranquilamente puede emular a un Fontanarrosa gordo, duerme en una silla. Pablo le acerca un café, el hombre abre los ojos, es el dueño del negocio. Pablo regresa y vuelve a hablar sobre su teoría de los locos que en el día mendigan alguna moneda para comer y en la noche duermen pesadamente sobre un banco de madera gruesa de los pasillos vacíos de la Terminal. El encargado del buffet, que en ese momento por distintos motivos no pudo contar con el mozo y el cocinero que habitualmente lo acompañan, dice que a las ocho casi en punto Ramona, como todos los días, se va a levantar del banco de madera y va a ir a la confitería a pedir un té y una tortita. Pablo aclara que eso no sale nada, así que le sirve el pedido y comenta que piensa que tal vez es una de las pocas comidas que la mujer debe tener en el día. Pocos conocen las historias de los mendigos. Marcelo limpia los sanitarios mientras especula que generalmente esos vagabundos es gente que huye de sus familias porque tienen diversos problemas en su núcleo íntimo.

Los policías no los corren de la Terminal porque ya los conocen y saben que no es gente que vaya a hacer daño y tal vez no tengan adónde ir, cierra Pablo y le da el vuelto a un viajante que espera por el primer colectivo del domingo para salir hacia Mendoza.

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En la boletería de la empresa Vallecito, Juan hace fuerza para no quedarse dormido. Llegó a las cuatro menos veinte. El joven termina cada frase con un: así es el asunto mi chino… Mira el pasillo, explica que en la madrugada hay gente del norte del país, con niños chicos, que espera para ir a Mendoza o se quedan en la terminal en la noche, trabajadores golondrinas. Juan está extrañado porque todavía no llegó un viejito que entra a la Terminal y pasa a saludar a los trabajadores, comenta que ese hombre no se para a conversar con nadie, sólo llega y saluda, como si fuera un ritual diario, nadie le conoce el nombre.
          
Marcelo habla de otros personajes, nombra a un tal Mortadela, Pingüino y Pompeya. Este último siempre habla de sus supuestos tiempos de boxeador. En invierno, el cuidador del baño les sirve café, tratando de palear su desamparo.    

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En la calle, Ronco (taxista) argumenta que la noche de San Juan cambia en un cien por ciento al día, es una vida totalmente activa. La solidaridad es lo fundamental para sobrevivir en la madrugada, por eso Niqui no deja de acentuar que en la noche no hay empresa ni nada que los diferencie, son todos compañeros. Una madrugada, a Ronco le avisan que no hay que tomar un pasaje de un grupo de chicas en la plaza 25 porque son delincuentes y cuando pasa por ahí ve que Diego –que ya había sido asaltado antes- está tomando ese pasaje, entonces decide seguirlo custodiándolo por si le pasaba algo. Los domingos tienen que estar atentos, Diego exagera y dice que siempre los pibes que salen de Luna Morena los asaltan

Daniel, que lleva diecisiete años siendo tachero cuenta que el jueves es el día en el que tienen mayor actividad, porque a las tres llegan los colectivos de Semisa con los trabajadores mineros que bajan de Veladero y a las cuatro arriban los que vienen de Lama. Para Niqui los días normales son impredecibles, a veces está toda la noche y en una hora de esa madrugada hace la recaudación de la jornada, que representa el alquiler del auto y al menos ochenta pesos para su bolsillo.         
      
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En el baño de hombres, la radio portátil es el único sonido, con un locutor que eleva la voz como si del otro lado lo escuchara un sordo. Marcelo se las arregla bastante bien con los viajantes de otros países, habla por señas porque sabe bastante sobre lenguaje sordomudo. Así pudo ayudar a una chica de Estados Unidos que llegó corriendo porque la habían asaltado, eran las tres y en el móvil policial llegó un traductor. Entre los viajantes, alguna vez un hombre iraki con turbante le llamó la atención, un amigo le dijo sarcásticamente, pero con algo de miedo también, que era mejor salir del baño, por temor a una bomba.   
   
Marcelo no cambia las monedas extranjeras ni los euros que le dejan los visitantes internacionales, las colecciona, a pesar de que su jornada laboral que empieza a las ocho de la noche y finaliza a las seis de la mañana le deja en su bolsillo menos de setenta pesos.

Roberto también le vendió panchos a chilenos y franceses. Y los taxistas se ríen sacando pecho por su viveza criolla cuando recuerdan que uno de ellos recibió a un boliviano que llegó con un papel que decía que quería ir al Hospital Rawson, dieron una vuelta en el auto volviendo casi al mismo punto: el viaje le costó quince pesos. En el anecdotario también está la historia de un peruano, tal vez empresario, que tras el viaje en remis dejó quince dólares de propina.

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Pablo fue temprano hasta la zona de los sanitarios a decirle a Marcelo que si necesita algo él ya está en el buffet. Marcelo, que trabaja en la Terminal desde los catorce años (fue maletero, boletero, repartidor de números) deja en claro algo: ahí todos son una familia. A Roberto se le ilumina la cara cuando llega la hora de descanso y reunión con los taxistas, sus compañeros de la noche. Pochoclo vende café desde hace veintiún años, lleva unos diez litros en sus bolsos y viaja en bicicleta desde Pocito; para eso tiene que levantarse a las dos menos cuarto todos los días. El cafetero se resigna a tener que trabajar todo el día y todos los días, sin descanso casi, pero cuenta orgulloso que le vendió a algunas personalidades conocidas, como a Alfredo Avelín cuando era gobernador y llegó de un viaje. Marcelo le pasó un papel para que se seque, después de usar el lavamanos, a la Hiena Barrios y también a Larry de Clay, mientras se lamentaba pensando en esos momentos en los que tiene que sacar del baño a los pibes que entran para drogarse. Juan ya vendió los pasajes del primer colectivo que sale en la madrugada, bosteza y empieza a cerrar porque terminó su turno. Los mendigos siguen durmiendo en los bancos y Pablo nutre su teoría de esos seis locos –uno menos que los representados por Arlt-. 

La señal llega de las cuerdas vocales de un hombre barbudo que abre un gabinete al grito de diario, diario. Es la señal de que falta poco para que amanezca y los colectivos empezarán a salir cargados de gente ilusionada, ansiosa, angustiada, dolida y otros tantos llegarán con destino en esta ciudad. Afuera, Diego, Ronco y los demás taxistas se suben a los autos. Los chicos que salen de los boliches copan las paradas de los colectivos urbanos. Roberto está cerrando su carrito panchero. San Juan despierta otra vez, como cada día, sin saber que en la noche también hubo vida. Desde lejos se puede ver ya cómo un mendigo bosteza y estira los brazos. Terminó la madrugada en la Terminal. El Chancleta los acompañó desde el cielo. 



Pablo Zama

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente crónica. de lo mejor que leí.
Me alegro que ahora estés en sanjuan8.

E. Simón

Pablo Zama dijo...

Muchas gracias Ernesto. Un abrazo. Sigo tu blog también.

ce atencio dijo...

Muuuuuy bueno...nuevamente felicitaciones!!

Pablo Zama dijo...

Grazie, seguidora number one!

romina dijo...

me gusto mucho!!!! tan sanjuanimo... tan nuestro! estos personajes que conviven con nosotros todos los dias

Nahuel dijo...

Siempre las terminales me resultaron raras. una especie de limbo donde no se sabe quién viene o quién va. un lugar que no es de naides pero es de todos.
descubrir que hay todo un mundo ahí está bueno...

NOE dijo...

MUY BUENO EL BLOGGER.RECIEN HOY 22-6 LO HE DESCUBIERTO Y ME PARECIO INTERESANTE Y MOTIVADOR.TE FELICITO!!!!NOE

Caro Biltes dijo...

Muy bueno Pablo! Me gustó mucho :)