Del rugby
europeo al violonchelo en la calle
Sólo
da su nombre de pila: se llama Alejandro. En España casi muere por sobredosis, por eso le dio un cambio a su vida. Junto a su
novia alemana se convirtió en nómade. Dice que volvió a nacer. Aprendió a tocar el violonchelo y ahora le pone música a las
esquinas argentinas y de otros países. "Amo la libertad", dice. (Mirá el video).
“Las dimensión que tiene tu vida es la
dimensión de tu valor. Sin huevos nos vas a ningún lado”. Descalzo sobre el
asfalto caliente de fines de noviembre sanjuanino, esquina de Salta e Ignacio
de la Roza, una remera del lado del revés para tapar, presumiblemente, la marca
de una empresa de transporte, rastas gruesas y barba sin emparejar, Alejandro, exrugbier
en Europa, desafía las normales que rigen la sociedad de consumo, que obliga a
alcanzar el éxito para existir. Toca el violonchelo en el desconcierto de la
calle.
Detrás de la barba y el pelo
desprolijo hay un hombre de 30 años compartiendo de memoria partituras de Bach,
Suzuki, Mozart.
Melodías que son del mundo, más que para salas cerradas a una elite. Artistas
callejeros, huérfanos de la estabilidad, felices en el “aquí y ahora”. Caricias
de asfalto. Mientras conversa con un pibe del ECO (estacionamiento controlado
de la Capital) se anima a ofrecerle inclusive “La danza de los mirlos”, de
Pablo Lescano. Termina y sonríe. Nació en San Nicolás, Buenos Aires, pero ya no
es de ningún lugar y es de todos a la vez. Nómade por elección, tiene a sus
espaldas una historia de bohemia y valentía.
“En Europa casi
me muero por sobredosis, ahí decidí cambiar mi vida”. Alejandro era jugador de
rugby en España, le pagaban el departamento en donde vivía, la comida y le daban algo de
plata para poder mantenerse. “Tenía condiciones para ese deporte, pero tuve
muchos vicios”, lamenta. “El club se fundió y empecé a viajar. Anduve por
Mallorca, Austria, Suiza y otros lugares”, recuerda mientras recibe monedas de
manos adornadas con lujosos relojes que salen anónimas de autos importados. “Todo
ese viaje me llevó a ser músico”, subraya.
Alejado del
deporte, volvió a la Argentina y se inscribió en una escuela de arte. Como no
había cupo para otros instrumentos y en violonchelo no había muchos alumnos, se
decidió por ese instrumento. Hizo dos años y después siguió aprendiendo por
Internet y observando a los demás músicos. “Se puede decir que soy
autodidacta”, aclara. Se lanzó a “vivir la magia de la calle” después de
decidir dejar los vicios que había adquirido en Europa y por las ganas de vivir
“la libertad en su máxima expresión, el desapego a lo material”.
Camino a Santiago
empezó la mutación. Se desprendió de la comodidad, de la vida material, se
arriesgó a vivir como si fuera el último día, todos los días. El Camino de
Santiago es una ruta que desde la era medieval representa una de las más
populares peregrinaciones en el mundo cristiano, es un paso espiritual ubicado
en Santiago de Compostela, España. “Yo soy espiritual, no religioso”, argumenta.
En ese camino conoció a su actual compañera, Yvonne, una Alemana que residía en
Suiza con todas las necesidades materiales satisfechas. Pero juntos optaron por
arrojarse al mundo y a la marea de anónimos que viaja de ciudad en ciudad sin
buscar nada más que juntar experiencias y libertad. Ahora son padres de una
nena de dos años y un bebé de once meses. “Caminé mil kilómetros sin plata y un
diario me hizo una nota. Al día siguiente vi el título: ‘El argentino que sin
dinero y sin papeles viaja por Europa’”, ríe y comparte otra de sus frases
repentinas: “Rico no es el que más tiene, sino el que menos necesita”.
Alejandro repite
que con su nueva vida lo que intenta es no volver a ser un esclavo. “El sistema
funciona tan bien que convierte a la gente en un rebaño y si no hacés lo mismo
que los demás, te condena al ostracismo”. Aunque dice que algún día volverá a
jugar al rugby, sabe que ya nunca podrá volver a ser como antes, los ideales son
otros y su ética no se ciñe con la plata y el éxito tal cual lo impone el
capitalismo. “Siento que nací dos veces y que ahora pasé a ser el actor
principal de mi vida”, se enorgullece. Está a cuatro cuadras del Auditorio Juan
Victoria, uno de los más valorados de Sudamérica, pero toca el violonchelo en
las esquinas por donde pasan primaveras de caras alegres, tristes, cansadas.
Una comunión de arte y terapia dentro de los dos autoritarios minutos en los
que tarda la suerte en pasar de rojo a verde.
“No existen las
verdades absolutas, sino las relativas. Pero yo sigo aferrado a mi corazón,
fuerte en mis convicciones”. El hombre de rastas junta las monedas, mira el
reloj, las siete y media de la tarde, seguro que junto a su familia cenará en
la casa de un nuevo amigo que hizo en San Juan, dueño de un servicio de lunch,
a quien aconsejó para que logre salvar su matrimonio. En pocos días viajarán a
Mendoza y después a Chile, en ese recorrido incesante por la vida. En San
Nicolás lo esperan sin fecha: sus padres -sorprendidos al principio- ya
aceptaron el nuevo estilo de vida de ese joven que tenía gustos burgueses y se
fue cuatro años a jugar al rugby a Europa.
Frenan los últimos
autos. El sonido grave del arco sobre las cuerdas saca sonrisas y miradas
sorprendidas. Le tocan bocina y él saluda con la mano izquierda en alto. Alejandro
se reconoce como una “persona pública” dentro del anonimato callejero y sabe
que “la calle, como la vida, te da y te quita”. Pero rige sus horas despierto
bajo una premisa ghandiana: “Trato de vivir como si fuera a morir mañana y
trato de aprender como si fuera a vivir para siempre”.
Pablo Zama