lunes, 23 de mayo de 2011

El lustra zapatos más famoso de San Juan:


En el cruce, la trinchera...

Con su labor en el cruce de las peatonales, Juan Domingo Ahumada le pagó la carrera en la Universidad Católica a su hija, que está a pocas materias de convertirse en psicóloga. Hace siete años que no se toma vacaciones, y dice: “Mi viejo era analfabeto, me largó a trabajar a los seis años. A mis hijos les pido que estudien porque no quiero que sean como yo, es muy triste trabajar en la calle”.     
  

La pomada para zapatos es marca Inmortal. El hombre de cincuenta y ocho años de edad -treinta en esa esquina- abre el sobre de café como si fuera lo único que acontece en el mundo, ese crujir silencioso del papel y el saquito que choca con el humo que emerge de la tasa de acero inoxidable (ritual de cada tarde). Al agua caliente la trajo del negocio de venta de ropa que está frente a su puesto de trabajo a la intemperie. No hacen grados bajo cero todavía en San Juan, pero cuando eso llegue el puesto a la intemperie seguirá allí, al aire libre, lejos del reparo de las enfermedades. El café está listo, el hombre de camisa celeste desteñida y pantalón gris oscuro lo bebe como si fuera lo único que sucede en el mundo y de hecho no es seguro que suceda algo más importante en ese mínimo instante, que el deslizamiento de ese café por la garganta de un anónimo que no busca el heroísmo, sino ganarse la vida en la calle. Juan Domingo Ahumada lustra zapatos en el cruce de los atajos del centro sanjuanino: peatonal Tucumán y Rivadavia, la trinchera desde donde le da batalla a la vida. Sonríe, se le ilumina la cara y por un rato deja ese perfil taciturno de aspecto triste, cuando habla de su familia y cuenta, pecho erguido como soldado ante el pelotón de fusilamiento: “Con mi trabajo en la calle le pude pagar los estudios a mi hija –Verónica Patricia, veintiún años- que está a pocas materias de recibirse de psicóloga”. Ahora sí, nada más acontece en ese lugar del mundo para Juan, que desborda de felicidad por un segundo más: “Mi nietita –Ludmila Guadalupe, hija de Jésica Mercedes de veintitrés años- es la que me ayuda a vivir. Ahora está en nuestra casa, a mi me vuelve pelotudo”.  

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A los seis años conoció la rudeza de los días callejeros. A esa edad, salió a trabajar de lustra zapatos por el centro sanjuanino ayudando a su padre, Manuel Francisco, que además era ferroviario. Juan Domingo también fue lavacoches desde muy chico, con agua helada en invierno lavaba los autos en el centro. La mirada se va lejos, un profundo dolor parece acecharlo desde casi toda la vida. “Mi viejo era analfabeto, sólo me largó a la calle. De ahí en más la calle me enseñó todo”. Llega el recuerdo y Juan no lo dice, pero la niñez amarga se posa sobre su semblante como cuchillo recién afilado: “Toda la plata que ganaba se la tenía que dar a mi viejo. Y yo desde chico agarré el vicio de fumar, lo hacía a escondidas. A veces me guardaba una moneda para comprar un pucho. Pero un día tenía roto el pantalón y se me cayeron las monedas, mi papá se enojó y me pegó”.     

Un taxista amigo fue como su segundo (y tal vez único) padre: “Era de apellido Estorneolo, me guiaba, me enseñaba a no malgastar la plata, a saber cómo comportarme”. La calle está llena de vicios y de suburbios para otros impenetrables: “Yo conocí a las putas, a los drogadictos. Conocés muchas cosas acá, pero está en uno no meterse. Es difícil, pero la vas caminando…”.  

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La vida del lustra zapatos más conocido de la provincia es variable, en la calle la incertidumbre es la compañía recurrente: “Trabajo mañana y tarde y a veces hago cincuenta pesos en la jornada, un día de fin de semana se puede hacer casi doscientos pesos o a veces nada”. Juan Domingo mira para adentro, mirada curtida por el paso irreversible de los días en ese fortín, que es una esquina detrás de una caja de acero que alguna vez fue un cajón de manzana remodelada por él y que todavía guarda como recuerdo de su infancia. Se resigna… “y es así la vida nomás…”. Respira profundo.

“Los momentos más duros son a fin de mes, cuando no hay plata. Acá tenés más malas que buenas, pero tenés que estar. Uno se priva hasta de comer un sánguche en el centro para poder llevar la plata a la casa”. Juan Domingo sale en bicicleta de su casa en Rawson a las ocho y media de la mañana. A la una y media de la tarde hace un alto y vuelve para comer. A las cuatro y media ya está de nuevo en la peatonal, para finalizar su jornada a las diez de la noche, cuando el centro sanjuanino se va a dormir. “El día que no trabajo, no como. Hace seis o siete años que no tengo vacaciones”; la voz es de acostumbramiento. Ahumada sólo descansa los domingos. Ahora que el invierno empieza a acechar, otra vez la voz de resignación: “Hay que aguantársela, no creo que uno se acostumbre al frío…”

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Un hombre de peinado correcto y traje se acerca a Juan Domingo. Lo saluda. Y se sienta para mejorar el aspecto de sus zapatos. Deliberan. Para el hombre de traje gris el color que debería tener su calzado es marrón militar. Junto a Ahumada coinciden que son de color guinda. “Hay que ponerle pomada del color adecuado, sino se terminan deteriorando”, refiere el lustra zapatos. “A mí me gusta el color guinda, pero a mi señora no”, contesta el hombre de traje. El cliente le estrecha la mano y se retira, señala a su negocio y dice: “Ahí está mi esclavitud”. Ahumada le cobró menos de lo que cobra habitualmente. “Él es Sangüedolche, el gerente de ese negocio. Ellos, todos los días me dejan sacar agua caliente para prepararme un café. Y son buenos conmigo, para poder trabajar acá tengo que pedirle permiso a los frentistas de mi ubicación y nunca hubo problema”. ¿Cuánto cobra por lustrar los zapatos?: “Cuatro pesos, pero tal vez lo tenga que subir, porque no me alcanza la plata. Sube el boleto del colectivo y subo yo, siempre tomo esa referencia”.

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Le pusieron por nombre Juan Domingo por su abuelo paterno, que era peronista. Séptimo de doce hermanos, como manda la tradición criolla iba a ser ahijado de Perón, pero estalló la Revolución Libertadora en el cincuenta y cinco y eso quedó trunco, el General fue derrocado. Cuando se refiere a los estudios, se lamenta: “No tengo cabeza para eso”. Y agrega: “A mí me hubiera gustado tener la posibilidad de trabajar en otra cosa para aprender un oficio”. En la niñez, trabajaba durante el día y después iba a la escuela nocturna. En la secundaria fue a una escuela técnica: “Ahí teníamos talleres de electricidad y reparábamos radios y televisores. Pero nunca se me quedó en la cabeza”. La profesora de idiomas le pidió que pronuncie su nombre en inglés pero él, franco, se paró y le dijo que ni siquiera sabía su nombre en castellano. “Me echó de la clase, no volví más”, recuerda con risa amarga.

“A mis hijos siempre les digo que estudien, que miren cómo termino yo cada día, muy cansado, porque no me dediqué a aprender otra cosa. Les digo que no quiero que sean como yo. Es muy triste trabajar en la calle, hay más amargas que dulces acá”. Ahumada se llena de orgullo cuando habla de sus chicos. Además de Verónica, que está por culminar sus estudios en la Universidad Católica de Cuyo, el más chico, Juan Ezequiel (tiene dieciséis años) va al Colegio Nacional en la mañana. Jésica tuvo que cortar sus estudios de Administración Pública porque se casó y fue madre. La bebé, Ludmila, es la mañosa de Juan y de su esposa Elvira Arévalo. “Llevo una vida muy ordenada”, aclara el lustra zapatos que es el único sostén de su familia, ayudado por una pensión por discapacidad y por los trabajos como mozo que desempeña los fines de semana. 
                       
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En la rutina, Juan también va haciendo amigos. Dice que se lleva muy bien con el payaso Pucho y hace chistes diciendo que es el representante de El Grillo, el cantante callejero que hace base cerca de su puesto. Como recuerdos borrosos pero lindos de la niñez cuenta que jugaba mucho con los otros chicos que también lustraban zapatos, en esa época en la plaza 25 de Mayo. Ya más grande, tuvo como clientes a Jorge Estornell (fundador de Canal 8) y a Monseñor Idelfonso María Sansierra (ex obispo de San Juan). Como hincha del fútbol también vivió en su puesto de trabajo el ascenso de San Martín a Primera en el 2007: “Ese día vi el gol de Tonelotto en la vidriera de una casa de comercio y después me fui a festejar a la plaza”.

Todos los días se levanta como si fuera a la guerra. Adentro de su casa, cuando está por salir, sabe que allá afuera lo espera la adversidad, pero él sigue luchando. Alguna vez le robaron las pertenencias que guarda en la caja de acero. En esa misma caja guarda también el puff que necesita cada tanto porque es asmático. Cada día anda en su bicicleta por prescripción médica, porque tiene problemas coronarios: sufre de arritmia cardíaca. Además, tiene estrabismo desde chico. Se ríe: “Mirá, si es por enfermedad, las tengo todas”. Mal de muchos, consuelo del resto: “A él le hicieron un traqueotomía, está peor que yo”, más risas, mientras señala al payaso que divierte a los chicos en el centro de la peatonal.

Se pone serio: “Nunca le tuve miedo a la calle”, dice. ¿Cuándo va a dejar de trabajar?: “Voy a dejar el oficio cuando no aguante más, cuando el cuerpo diga basta”. Es un soldado que pelea cada día por lo que él denomina como “la mayor emoción”, que es “hacer unos mangos para gastar en la casa, con mi familia”. El lustra zapatos del cruce de las peatonales es el referente al que los sanjuaninos le preguntan a dónde quedan las calles o los negocios del centro. Es un anónimo famoso: “Donde voy me conocen. Hace unos días fui con mi señora a Pocito y escuché que una mujer le decía a su esposo: ‘Mirá, el lustrador’”.

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Anochece en la peatonal, los comercios empiezan a cerrar, los colectivos se llenan de empleados apurados por llegar a sus casas y las palomas desaparecen del paisaje céntrico. Juan, sentado en su trinchera se queda pensativo, mirando hacia adentro. Tal vez piensa que está ganando la guerra y posiblemente en el futuro, en algún rincón de la peatonal alguien, probablemente algún cliente ocasional, lo recuerde como un vencedor, de esos que le ponen el pecho a la vida y le dan un revés al destino. Juan se queda pensando… y sólo ese silencio de noche es testigo de su heroísmo...








Pablo Zama