lunes, 21 de marzo de 2011

Gato Carbajal:



Mensaje para ahogados

Le faltan las falanges de tres dedos de cada mano. Pero sublimó esa discapacidad, se hizo bajista y formó su banda de rock. También es dibujante. Los fines de semana trabaja como recolector de residuos para solventar sus gastos, porque también estudia en la universidad. El optimismo como premisa. La vida como mensaje.    


Emanuel Alejandro Carbajal sufre de la malformación congénita conocida como “sindactilia”: nació sin las falanges de tres dedos en cada mano, “manos en forma de pinzas”, dice él. Pero… rebobinemos, borremos lo anterior y coloquemos lo realmente sobresaliente en Emanuel: es conocido como el Gato, un joven de veintidós años que ya formó su banda de rock indie, es bajista; tiene sello discográfico propio, también alternativo; estudia diseño gráfico; dibuja como pocos pueden hacerlo y, sobre todo, cada día se levanta y le mete una cachetada a las limitaciones. ¿Cómo consigue la plata para alcanzar sus metas?: los fines de semana y los feriados es recolector de residuos en la Municipalidad de la Capital. “Hago el laburo que nadie quiere hacer”, explica. Escribió y compuso “Los ahogados” (ver arriba: video, ensayo), dedicada a su primo que pasaba por un mal momento, tema que termina siendo uno de los símbolos de su personalidad, que no conoce de barreras para alcanzar sus sueños. Él dice: te voy a salvar. Y su inconveniente terminó siendo su salvación, porque se salvó y salva a quienes lo rodean sublimando su problema. El “bajista brazo de tridente”, como se autodenomina dentro de la banda, le pone en la frente a quienes lo conocen un mensaje ineludible de fuerza y superación.      

Tengo muletas para los caídos

“Conseguir un carrito de supermercado”. Entre otros pedidos, con manuscrita desprolija, un papel indica los elementos que los chicos de la banda Kato Hz (“gato” y “hz” por la energía que caracteriza a su líder) tienen que conseguir para el próximo show, extravagante delirio producido por la fuerza anímica del mentor de grupo. El cartel está en “la guarida de los Katos”, en la parte de adelante de la casa de Emanuel, a metros de la plaza de Trinidad. Casi todo lo que hay en esa especie de taller para producir música y ensayar fue comprado por el Gato con la plata que hace desde hace dos años los fines de semana, levantando la basura de los canastos de los vecinos de Capital.

“Desde los dieciséis años quería tener un bajo, pero económicamente no podía conseguirlo. Mi mamá me dio todo, le estoy agradecido, pero no podía disponer de plata para mis divertimentos, así que si quería salir o tocar en una banda como ahora tenía que conseguirlo trabajando”. El Gato (su padre le puso así en un viaje a Neuquén porque se acostaba a dormir igual que un felino) mira fijo y dice que le gusta la idea de la entrevista porque quiere contar por qué hace lo que hace: “Hay tres cosas que a mí siempre me encantaron; son la historieta, los videojuegos y la música. Es más que nada una pasión a expresarme más que a hacer música, de necesitar demostrar lo que puedo hacer con mis límites”. Para hacer cejilla (tocar todas las cuerdas con un sólo dedo), por ejemplo, el Gato tiene que colocarse un cintex en el dedo del medio de la mano izquierda. 


Tengo remedios para los abuelos

De fondo se escucha “Papá no llama”, uno de los temas de los Katos. “Tener una banda y que toquemos todos disfrazados es algo que se me ocurrió hace cinco años y recién el año pasado lo pudimos concretar. Ya tocamos así, disfrazados de superhéroes el seis de marzo, el público nos aplaudió bastante. Lo que pasa es que siempre me gustaron los cómics”, cuenta el Gato. Dice que tiene dos hermanos y a su madre. Quedan puntos suspensivos y la mirada lejana, no cuenta nada más: alguien le falta desde hace mucho tiempo. Vuelve a conversar sobre su pasión: “Se me ocurrió hacer una fusión con los chicos: banda-cómics- teatro-cine”.  Aclara que a la música que hacen, como es difícil de encuadrarla en un estilo definido, le pusieron un apodo momentáneo: “Energy rock pop”.

Desde hace siete meses, junto a Martín “Pipi” Vargas (guitarrista de Kato), Leonardo De la Fuente (productor de música) y Claudio Ferrer lanzaron el sello discográfico “Nueva aldea”, con el que junto a “Hippie muerto producciones” organizaron en diciembre un encuentro de rock alternativo en el Club Julio Mocoroa. Con el sello ya tienen grabado un compilado y quieren producir la primer placa de Kato Hz, que toca temas propios. El resto de los integrantes de la banda son los hermanos Paulina “Polly” (voz) y Mateo Piaggio (tiene 12 años y es el batero).        


Tengo velero para los ahogados

La vida del Gato no es sólo la música, también incursionó en los comics con los chicos del grupo Cadena Cómics. “No publiqué mucho en las revistas, pero sí me di el gusto de participar dibujando en vivo en los Encuentros Cadena”, rememora. No deja de dibujar, hubo etapas en las que pasaba por lo menos ocho horas por día con un lápiz en la mano. Prefiere todo lo relacionado a las series de comics y a los superhéroes. Pegado en el vidrio de un modular de la guarida de los Kato hay un diploma que certifica al Gato como egresado de nivel secundario de la Colegio Polivalente de Artes.  

Hiperactivo, antes de los quince años hizo BMX (acrobacias en bicicleta). También jugó al fútbol en el Atlético Trinidad y al básquet en Sporting Estrella. No para de hacer actividades y le contagia a sus amigos sus propias pilas y optimismo hacia a vida. En los primeros años de la adolescencia trabajó de lavacoches para poder tener plata para salir a las fiestas. Quienes lo conocen aseguran que cuando llega el Gato a una tocada rockera el ambiente se transforma. El pibe tiene una alegría triste muchas veces. Pero se ríe con el absurdo, le pone manos artísticas a todo lo que toca. El ruido silencioso de la paz se siente cuando la gente se acerca para conversar con él. No hay quejas en el pibe de veintidós años, en sus grupos es el motor para hacer de la vida un juego en el que hasta lo imposible se vuelve creación. “Más que talento lo que siempre me caracterizó es la disciplina para hacer lo que me gusta y las pilas para trabajar”, explica.  

Por la mañana te voy a salvar


Emanuel amanece soñando, casi en el aire. Tal vez, como en la canción de Las Pelotas, piensa en “héroes pidiendo limosna”. No es su caso, él es otra clase de héroe anónimo que sepulta día a día, hora tras hora, la negatividad de las sociedades sobre quienes nacieron distinto a lo que la normalidad manda. Y trabaja para ser aún más distinto y romper moldes desde la creación artística. El Gato va hasta la cocina temprano en la mañana y se prepara una taza con leche, sus huesos necesitan vitaminas. Por eso también consume polen. Después sale hacia la Facultad de Arquitectura a cursar en diseño gráfico. Más tarde llegará el momento de encerrase en su guarida a dibujar durante cuatro horas sin parar. Por la tarde recibe la visita de su novia y sus amigos caen uno a uno. Si es miércoles habrá ensayo con los Katos, sino sólo aprovechará para disfrutar de sus seres queridos y de Geisha, la mascota de la banda, que no se pierde ensayo.

El Gato sólo quiere que “la gente salte en los recitales”. Probablemente después del pogo a él le duela el talón de Aquiles y se esguince (tiene una operación, porque nació con malformaciones en los huesos de los pies), pero no va a parar ni un momento de disfrutar del rock. “En la secundaria algunos se reían de cómo vestía, ahora muchos se visten como yo lo hacía en esa época. Siempre trabajé para romper con los prejuicios de la gente. Y cuando toco el bajo con la banda, muchos no notan mi inconveniente porque le pongo mucha naturalidad a lo que hago”. La letra de una canción de Kato Hz resalta: yo no soy un raro! vos sos muy como los demás!

Tal vez para el Gato la vida sea un recital, escenario permanente para sobreponerse con optimismo y creación a las barreras absurdas que a veces surgen de la naturaleza. El Gato escribe te voy a salvar. Su vida es un testimonio de fortaleza y alegría. Bajista brazo de tridente deja un mensaje para los ahogados (ver video): 




"Pienso que con mi trabajo de recolector de residuos hago lo que nadie quiere hacer. Limpio cunetas podridas, levanto perros muertos. Pero con esto conozco gente muy buena, abuelas que están solas, que en el ratito en el que le levantás las ramas te convidan un desayuno y a cambio ellas te hablan y les das unos minutos de compañía. Y, después, todo lo que hago respecto al arte, a la música, dibujo... es sólo para reflejar mi vida y mis intentos por salvar y cambiar el mundo. No me interesa ser un genio ni un académico".

Gato Carbajal. 





Pablo Zama

martes, 15 de marzo de 2011

Personajes nocturnos:



Terminal de madrugada




El panchero Roberto y sus recreos con los taxistas. Los mendigos que duermen en los pasillos. Pablo, encargado del buffet, teoriza sobre esos locos inofensivos que son parte del lugar. Pochoclo, el cafetero que salió adelante tras enviudar y perder a dos de sus hijos. El cuidador del baño que le prestó los sanitarios al bailantero conocido como el Monstruo Sebastián y a la Hiena Barrios. El recuerdo del Chancleta. Todos componen esa especie de familia nocturna de la Terminal de Ómnibus de San Juan.


Seis mendigos duermen pesadamente en el silencio que se arremolina en los pasillos de la Terminal sanjuanina. Es madrugada sorpresivamente fresca en el segundo domingo de marzo. Afuera, en las plataformas que recibirán al primer colectivo recién a las cinco menos cuarto, deambulan un grupo de perros vagabundos que son la compañía de los pocos trabajadores de la noche en ese lugar, según Juan Valle, boletero de  la empresa –la ironía de la circunstancia parece reírse con el diminutivo- Vallecito. Del otro lado de las puertas de vidrio, Lucía y Julio, acostados en un banco de madera gruesa, no hablan solos mientras duermen. Pero durante el día tienen interlocutores imaginarios. A más de cien metros, Pablo, el encargado del buffet, tiene una teoría en la que diferencia a los locos buenos de los otros con los que hay que tener un poco de cuidado. Cimenta su teoría en la hipótesis de que tal vez algunos de los mendigos se subieron a la línea seis que pasa por el neuropsiquiátrico de Zonda y terminaron ahí. En la esquina de Estados Unidos y General Paz, Roberto arma panchos para los taxistas que hacen parada al lado de su carrito y juntos recuerdan cómo lo hacían rabiar al Chancleta (José Luis Díaz, un personaje que vendía golosinas en una bicicleta con canasto de mimbre y una pila de cajones atrás, tal como explica Diego, uno de los choferes). Todos hacen una pequeña pausa cuando Roberto mira al periodista y aclara que el Chancleta murió hace un mes, cuando –especulan- había rebasado largamente los cincuenta años. Lejos de ahí, en el baño de la Terminal, Marcelo Trigo –el encargado de la limpieza en la noche- trata de ganarle al sueño mientras se acuerda del día en el que un migitorio fue usado por el Monstruo Sebastián, rey de la bailanta de los petrificados noventa. Marcelo intercambió algunas palabras -en las que recordaron viejas épocas del cuarteto- con el cantante, entre el lavado y secado de manos y la colaboración en monedas.     

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La terminal está casi vacía. El primer cafetero, apodado Pochoclo (Luis Gálvez) llega recién a las cuatro y media. La noche no parece tener  horarios objetivos. Todo sucede en el mismo fragmento de tiempo, que es el que precede a la llegada de los colectivos. Ahí, Pochoclo, con la mirada blanda y lacrimógena dice que es viudo desde hace catorce años y también agrega que en esos mismos meses perdió a dos hijos, uno que no llegó a cumplir el año y el otro que apenas rebasó los siete. Baja los hombros, como si le pesaran, mientras cae la pregunta sobre si su mala hora fue por un accidente automovilístico, cuenta que son cosas de la vida, que murieron por distintas enfermedades. Un poco de saliva amarga debe haber pasado por la garganta de Pochoclo, porque se queda callado un segundo eterno y recién, como una bocanada de aire puro, aclara que siguió luchando y pudo salir adelante porque tiene dos hijos, de 17 y 19 años, a los que les paga los estudios, y tiene un tercero, el más grande, que ya está casado y no vive en su casa.

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La mirada a esa terminal de madrugada cae otra vez afuera. Desde un auto alguien le grita a Fernando (taxista) a modo de saludo: a la Chola. Fernando retribuye con un eh, puto. Hay reunión al lado del carrito panchero de Roberto –que se coloca la visera de la gorra hacia atrás como si se diera cuenta que el sol hace horas que ya no está con ellos y sigue atendiendo-, como ocurre todos los días a las tres, cuando la ciudad queda callada y les da tregua por un rato. Diego no augura una buena recaudación y les dice a los muchachos que la va a tener que remar bastante, mientras hace los movimientos propios de un canoista. De la bitácora de las anécdotas, Diego extrae una que hace reír a todos cuando se acuerdan. Cuenta con gracia que el viernes de la semana anterior un viajante llegó en la madrugada muy cansado y se subió al remis de uno de los trabajadores que en ese momento dormía en el asiento del chofer. El viajante también se queda dormido, pero en el asiento del acompañante; –al borde de un ataque de risa, Diego remata la extraña historia- el forastero se despierta y mira al remisero, que también se despierta y, avergonzado, le pregunta cuánto es, paga veinte pesos y se va. Y hay más historias: a un maletero conocido como Baboso un turista que se dio cuenta que no tenía plata le pagó con una pasta dental, Baboso miró a un amigo y mostrándole el dentífrico le recordó que tenía un solo diente.



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En el buffet, un hombre de rasgos gruesos y barba entrecana prominente, que tranquilamente puede emular a un Fontanarrosa gordo, duerme en una silla. Pablo le acerca un café, el hombre abre los ojos, es el dueño del negocio. Pablo regresa y vuelve a hablar sobre su teoría de los locos que en el día mendigan alguna moneda para comer y en la noche duermen pesadamente sobre un banco de madera gruesa de los pasillos vacíos de la Terminal. El encargado del buffet, que en ese momento por distintos motivos no pudo contar con el mozo y el cocinero que habitualmente lo acompañan, dice que a las ocho casi en punto Ramona, como todos los días, se va a levantar del banco de madera y va a ir a la confitería a pedir un té y una tortita. Pablo aclara que eso no sale nada, así que le sirve el pedido y comenta que piensa que tal vez es una de las pocas comidas que la mujer debe tener en el día. Pocos conocen las historias de los mendigos. Marcelo limpia los sanitarios mientras especula que generalmente esos vagabundos es gente que huye de sus familias porque tienen diversos problemas en su núcleo íntimo.

Los policías no los corren de la Terminal porque ya los conocen y saben que no es gente que vaya a hacer daño y tal vez no tengan adónde ir, cierra Pablo y le da el vuelto a un viajante que espera por el primer colectivo del domingo para salir hacia Mendoza.

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En la boletería de la empresa Vallecito, Juan hace fuerza para no quedarse dormido. Llegó a las cuatro menos veinte. El joven termina cada frase con un: así es el asunto mi chino… Mira el pasillo, explica que en la madrugada hay gente del norte del país, con niños chicos, que espera para ir a Mendoza o se quedan en la terminal en la noche, trabajadores golondrinas. Juan está extrañado porque todavía no llegó un viejito que entra a la Terminal y pasa a saludar a los trabajadores, comenta que ese hombre no se para a conversar con nadie, sólo llega y saluda, como si fuera un ritual diario, nadie le conoce el nombre.
          
Marcelo habla de otros personajes, nombra a un tal Mortadela, Pingüino y Pompeya. Este último siempre habla de sus supuestos tiempos de boxeador. En invierno, el cuidador del baño les sirve café, tratando de palear su desamparo.    

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En la calle, Ronco (taxista) argumenta que la noche de San Juan cambia en un cien por ciento al día, es una vida totalmente activa. La solidaridad es lo fundamental para sobrevivir en la madrugada, por eso Niqui no deja de acentuar que en la noche no hay empresa ni nada que los diferencie, son todos compañeros. Una madrugada, a Ronco le avisan que no hay que tomar un pasaje de un grupo de chicas en la plaza 25 porque son delincuentes y cuando pasa por ahí ve que Diego –que ya había sido asaltado antes- está tomando ese pasaje, entonces decide seguirlo custodiándolo por si le pasaba algo. Los domingos tienen que estar atentos, Diego exagera y dice que siempre los pibes que salen de Luna Morena los asaltan

Daniel, que lleva diecisiete años siendo tachero cuenta que el jueves es el día en el que tienen mayor actividad, porque a las tres llegan los colectivos de Semisa con los trabajadores mineros que bajan de Veladero y a las cuatro arriban los que vienen de Lama. Para Niqui los días normales son impredecibles, a veces está toda la noche y en una hora de esa madrugada hace la recaudación de la jornada, que representa el alquiler del auto y al menos ochenta pesos para su bolsillo.         
      
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En el baño de hombres, la radio portátil es el único sonido, con un locutor que eleva la voz como si del otro lado lo escuchara un sordo. Marcelo se las arregla bastante bien con los viajantes de otros países, habla por señas porque sabe bastante sobre lenguaje sordomudo. Así pudo ayudar a una chica de Estados Unidos que llegó corriendo porque la habían asaltado, eran las tres y en el móvil policial llegó un traductor. Entre los viajantes, alguna vez un hombre iraki con turbante le llamó la atención, un amigo le dijo sarcásticamente, pero con algo de miedo también, que era mejor salir del baño, por temor a una bomba.   
   
Marcelo no cambia las monedas extranjeras ni los euros que le dejan los visitantes internacionales, las colecciona, a pesar de que su jornada laboral que empieza a las ocho de la noche y finaliza a las seis de la mañana le deja en su bolsillo menos de setenta pesos.

Roberto también le vendió panchos a chilenos y franceses. Y los taxistas se ríen sacando pecho por su viveza criolla cuando recuerdan que uno de ellos recibió a un boliviano que llegó con un papel que decía que quería ir al Hospital Rawson, dieron una vuelta en el auto volviendo casi al mismo punto: el viaje le costó quince pesos. En el anecdotario también está la historia de un peruano, tal vez empresario, que tras el viaje en remis dejó quince dólares de propina.

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Pablo fue temprano hasta la zona de los sanitarios a decirle a Marcelo que si necesita algo él ya está en el buffet. Marcelo, que trabaja en la Terminal desde los catorce años (fue maletero, boletero, repartidor de números) deja en claro algo: ahí todos son una familia. A Roberto se le ilumina la cara cuando llega la hora de descanso y reunión con los taxistas, sus compañeros de la noche. Pochoclo vende café desde hace veintiún años, lleva unos diez litros en sus bolsos y viaja en bicicleta desde Pocito; para eso tiene que levantarse a las dos menos cuarto todos los días. El cafetero se resigna a tener que trabajar todo el día y todos los días, sin descanso casi, pero cuenta orgulloso que le vendió a algunas personalidades conocidas, como a Alfredo Avelín cuando era gobernador y llegó de un viaje. Marcelo le pasó un papel para que se seque, después de usar el lavamanos, a la Hiena Barrios y también a Larry de Clay, mientras se lamentaba pensando en esos momentos en los que tiene que sacar del baño a los pibes que entran para drogarse. Juan ya vendió los pasajes del primer colectivo que sale en la madrugada, bosteza y empieza a cerrar porque terminó su turno. Los mendigos siguen durmiendo en los bancos y Pablo nutre su teoría de esos seis locos –uno menos que los representados por Arlt-. 

La señal llega de las cuerdas vocales de un hombre barbudo que abre un gabinete al grito de diario, diario. Es la señal de que falta poco para que amanezca y los colectivos empezarán a salir cargados de gente ilusionada, ansiosa, angustiada, dolida y otros tantos llegarán con destino en esta ciudad. Afuera, Diego, Ronco y los demás taxistas se suben a los autos. Los chicos que salen de los boliches copan las paradas de los colectivos urbanos. Roberto está cerrando su carrito panchero. San Juan despierta otra vez, como cada día, sin saber que en la noche también hubo vida. Desde lejos se puede ver ya cómo un mendigo bosteza y estira los brazos. Terminó la madrugada en la Terminal. El Chancleta los acompañó desde el cielo. 



Pablo Zama

jueves, 10 de marzo de 2011

Malabaristas:


Los pibes del faro




Son más de 20 chicos que se reúnen los jueves en la plaza Aberastain. Especie de convención para compartir sus experiencias en las esquinas. Algunos viven de esa actividad. Otros se pagaron sus carreras universitarias en los semáforos. Resistencia de alguna porción de su público nómade y sonrisas de otros, traducidas en monedas para sobrevivir en el día a día.


Luz roja, calle céntrica de San Juan: “Una señora se paró y me dijo ‘me salvaste la mañana’”. Rulo (Gerardo Cabrera) pasa algunas horas en el semáforo (en su ambiente le dicen “faro”). Hace malabares para llegar a fin de mes y pagar su carrera universitaria: geología. El arte callejero brota del pavimento como fisuras que conforman las expresiones formalmente reprimidas del tercer mundo, el ánimo de América del Sur que rebota según los golpes de bolsa de los líderes de la economía mundial. La reunión es el jueves a las 20:30 en la plaza Aberastain. El periodista los encuentra de imprevisto. Sus ojos son alegres, “hacemos lo que nos gusta”, dicen. Riéndose de la ironía de la calle, Lula cuenta: “Una vez un señor bajó la ventanilla de su auto y me gritó que vaya a estudiar”. Lula estudia cerámica artesanal en un instituto. “Algunos creen que hacemos esto para poder drogarnos. Quilombos hay siempre, siempre hay gente que no nos quiere”, aclara Alejandro Quiroga, el líder del grupo de al menos 25 pibes que confluyen una vez por semana en la plaza céntrica y el domingo en Zonda para compartir sus experiencias callejeras.

Alejandro recuerda que un amigo que llegó desde Mendoza a estudiar a la provincia se pagó la carrera universitaria “en los semáforos” y ahora es arquitecto. Nicolás Vera, pelo largo, imagen desaliñada se acerca con unas clavas (esa especie de botellones caseros muy similares a los que se usan para jugar al bowling, pero con mango arriba) y se suma a la charla. “Yo vivo de esto desde hace dos años, todas las mañanas salgo a trabajar en el semáforo”, cuenta. Nico explica que por día consigue cerca de sesenta pesos de las monedas que le donan los espectadores casuales y efímeros de las esquinas: “Son por lo menos tres horas a full en el semáforo, porque no podés parar si querés conseguir plata”. Con eso, el pelilargo paga los impuestos, come y se compra ropa. Pero no escatima en demostraciones en la actuación: se disfraza de payaso, hace malabares, camina con zancos, baila hip hop y lo más importante: sonríe para hacer sonreír. “A veces pasan parejas discutiendo en el auto, me acerco y hago algo para alegrarlos, se ríen y siguen”, dice. 

“Había un niño que salía del jardín y le pedía a la madre que lo lleve adonde estaba yo, se consideraba mi amigo, le gustaba el show. Una vez –los ojos de Alejandro parecen iluminarse mientras cuenta la anécdota- le insistía a su padre que me tenía que comprar una bicicleta, porque me veía en el monociclo y creía que se me había roto la bici”. Risas de toda la ronda que ya cuenta apasionadamente las vivencias de la calle.    
                  
En el día laboral, los pibes del faro viven distintas situaciones: monedas de manos anónimas que caen como colaboración de las ventanillas de los colectivos, insultos de algunos automovilistas, sonrisas de niños, jóvenes que se acercan a conversar para conocer algo más sobre ese “street art”. Rulo no puede dejar de sorprenderse cuando recuerda aquella vez en que los pibes que trabajan dos semáforos más allá del suyo pasaron y le dejaron algunas monedas por el show.

“Hay algunos que hacen este trabajo por las monedas nomás. Pero somos muchos los que queremos hacerlo bien. Esto es un arte”, aclara Nico. En los momentos en los que no están en las esquinas, muchos de estos chicos se ponen a practicar y agregarle nuevas aristas a sus repertorios. “Es como un juguete al que uno no lo quiere dejar, estamos con los malabares todo el día”, cuentan.





Historia de pavimento

Los pibes nombran a “Chacovachi”, un payaso de Buenos Aires, como uno de los impulsores del arte callejero en el país. “Chacovachi hace shows en España y lo invitan de festivales de todo el mundo. Su mujer es payaso también”, asegura Ale. Actualmente existen muchos artistas del pavimento argentino que hacen temporada en Europa.

El “street art” crece en las urbes como resistencia al arte tildado de convencional, una sed utópica de sentirse afuera de determinados canones sociales. Muchas veces un intento de resistencia a la política por el sólo hecho de la política. Utopías que viajan por el aire junto a las clavas, aros, pelotas, diábolos (también conocido como "el diablo de los palos", son dos semiesferas huecas unidas por un eje metálico que se mueve en una cuerda atada con palillos), banderas. Surgida en Egipto en el siglo XVIII esta actividad representa para quienes ejercen ese oficio callejero, una manera de estar en el mundo respecto a los demás, una forma de aquilatar la mirada hacia la actividad en las calles como fuente laboral independiente. Y genera un debate lógico en gran parte de la sociedad sobre la legitimidad que tienen estos pibes para trabajar en la vía pública.                   

Visitantes

En el 2008 –cuenta Ale- un grupo de jóvenes sanjuaninos organizaron un encuentro sudamericano de monociclos (vehículo de una sola rueda que demanda mucho equilibrio), como en el que se pasea Florencia Morales durante toda la nota. Esa vez llegaron al estadio abierto Aldo Cantoni artistas de todo el país y de Chile. El año pasado los pibes del faro fueron hasta Mendoza para participar del Encuentro de Arte Circense. En el arte callejero la bohemia es el sello, muchos viajan por todos el país, aventura que sostienen económicamente con el trabajo en los semáforos: como los dos pibes que llegan, cuando la entrevista orilla su culminación, y se suman al grupo estable en la plaza Aberastain. Uno es de Santa Rosa, La Pampa, y el otro es de Mendoza. Toman algunas clavas que le prestan y empiezan a hacer malabares mientras cuentan que hacen artesanías y que no van por sus casas desde hace meses, porque viajan por las rutas argentinas "a dedo".

En pocos minutos, los pibes del faro se irán a descansar. Cuando salga el sol, el resplandor del verano sanjuanino iluminará sus elementos de trabajo que van y vienen por el aire arrancando sonrisas en un público que, como el río, nunca es el mismo en la tiranía de los minutos de permanencia de la luz roja. Un mundo extraño y atractivo construido por anónimos que disfrutan y viven de su arte subterráneo. 
        




Pablo Zama